viernes, 6 de octubre de 2006

Cosme Álvarez, Todos los lugares son el mundo

Vivo sueño
de Cosme Álvarez
Ediciones sin nombre
México 2006. 106 pp.


por Jorge Fernández Granados

El azar, ese autor que nunca firma sus trabajos, hizo que Cosme Álvarez y yo coincidiéramos algún día, hace ya alrededor de quince años, en nuestras respectivas andanzas literarias por la Ciudad de México. Ya no recuerdo el motivo de aquellos encuentros iniciales, pero tengo perfectamente clara, en cambio, la imagen de un periodista dinámico y apurado, saludándome con rápida pero firme franqueza en la redacción del periódico El economista, donde él trabajaba por entonces, indicándome enseguida una silla para que lo esperara un par de minutos y luego verlo ejecutar —literalmente en un par de minutos— una nota que debía entregar esa misma tarde. Vivía muy cerca, en un departamento donde se disputaban el limitado espacio sus grandes pasiones en esta vida: su mujer, sus hijos por entonces muy pequeños, sus libros y la música. Cosme acababa de publicar su primer libro de poesía, titulado Sombra subterránea, el cual me obsequió con orgullo y, con el mismo orgullo, puso en mis manos una colección de la revista Revólver, que él editaba y dirigía. Aquel estupendo título (Revólver) y el inusual formato de la publicación me parecieron, y me siguen pareciendo, una de las publicaciones más originales y representativas que ha realizado nuestra generación, por lo que se refiere a revistas literarias. Aquella tarde, la conversación iba y venía de la literatura a la música y de ellas a la vida, siempre a la vida. En algún momento, Cosme se puso a buscar entre sus discos y eligió uno. Lo insertó en el reproductor y subió un poco el volumen. “Scriabin” me dijo, como quien revela un legendario secreto, y luego fueron las piezas de piano del enigmático compositor ruso las que nos sumergieron en una atmósfera de cierta fantasmalidad teatral o, añadiría ahora que vuelvo a escuchar a Alexandr Scriabin para escribir estas líneas, de cierto mundo de claroscuros iluminados por el sueño.

Desde entonces, de un encuentro en otro, de algún saludo ocasional en una librería a una discusión sobre temas filosóficos frente a una taza de café, se fue dando el itinerario de una amistad que, aunque los avatares y las distancias geográficas han dosificado, siempre ha tenido de su lado muchas compartidas intuiciones. Uno de los momentos creo más felices vino en 1998, cuando Cosme Álvarez fue el primer escritor sinaloense en ganar el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, con su libro El azar de los hechos, que ese mismo año publicó el Fondo de Cultura Económica. Recuerdo, sin embargo, con particular intensidad una tarde de sábado en que Cosme reunió una amigable tertulia en su casa —para entonces ya habitaba en una casa sosegada de dos plantas con un breve jardín—. El motivo era que otro proyecto editorial rondaba la cabeza de Cosme: fundar una nueva revista literaria. Así nació Astillero, publicación que, como casi todas las iniciativas de esta índole en nuestro país, duró corto tiempo, pero sirvió para estrechar los vínculos entre un puñado de quijotes. De aquella tarde, como de la primera con la música de Scriabin, se me quedó grabada cierta imagen, o quizás debería decir cierta atmósfera sonora. Al calor colectivo de los tequilas Cosme, más que desbordarse en palabras, escuchaba con atención a todos. De pronto soltó una de sus muy sonoras carcajadas y se sentó ante su piano. A continuación brotaron con una alegría celebratoria las notas de varias canciones de Los Beatles. Las melodías se convirtieron en el centro de ese círculo amistoso y humano, como si Cosme hubiera encendido con sus manos una fogata y todos nos congregamos alrededor de la calidez de ese resplandor. El resplandor, supongo, no era otra cosa que la misma música.

Estos episodios que he querido compartir aquí nos hablan, entre otras cosas, de un hombre apasionado y vital, aventurado en sus proyectos y lleno de generosidad con sus amigos; pero sobre todo —o por lo menos a mí— me hablan también de un espíritu cuyo núcleo de percepción y de irradiación expresiva es la música. La música como arte, como práctica y como conocimiento; la música como aspiración y modelo literario también. Esto me lo corrobora la lectura de su más reciente libro, titulado Vivo sueño.

Vivo sueño de Cosme Álvarez es un libro compuesto por un solo poema de amplia extensión. Puede considerarse también un vasto impulso poético que se multiplica y se reengendra conforme sus nueve cantos se desarrollan. Pocas veces el término de cantos está tan bien empleado como en esta obra. Se trata de amplios despliegues de sonoridad verbal y de versificaciones que son indudablemente eufónicas en la lengua castellana. Endecasílabos en su mayor parte —o bien sus aliados naturales: heptasílabos y alejandrinos— sustentan con logrado poderío este ambicioso libro. El noveno canto, por ejemplo, es el más extenso del conjunto y está integrado por más de setecientos versos endecasílabos. En él hay evidentes paráfrasis o citas a Piedra de sol de Octavio Paz y a Muerte sin fin de José Gorostiza, antecedentes más o menos próximos e indudablemente célebres, en tanto poemas extensos, dentro de la tradición mexicana, a los que el canto final de Vivo sueño, a un tiempo, rinde un muy personal homenaje y propone un diálogo desde otra orilla.

Dentro del género literario de la poesía, el así denominado poema extenso podría ser considerado, por sus particularidades y desafíos, un género dentro de otro género. Volviendo a la música, el poema extenso sería el equivalente de la ópera. La summa estructural en la que se exploran los límites de un arte. Es el espacio donde se ponen a prueba todos los recursos y registros que el oficio del compositor puede ofrecer. Tanto en la composición de una ópera como en la de un poema extenso, la amplitud del formato puede ser lo mismo una oportunidad para los máximos alcances expresivos que un maratón insuperable donde la armonía se pulveriza.

No me cabe duda de los numerosos momentos de brillantez poética, afinada sonoridad y emocionante fuerza del nuevo libro de Cosme Álvarez. Quiero citar un par de ejemplos. Primero este fragmento, que recuerda la épica prosodia amorosa de Rubén Bonifaz Nuño:

El mundo queda solo:
tú y yo vamos ardiendo en la vigilia,
cautivos del silencio que perdimos,
cayendo sin opciones en el mundo.
El sueño que nos queda es este ruido
que hacemos al mirar con los recuerdos
—silencio lateral de lo existente—.
Perdimos nuestro pulso, el de la lumbre,
y entramos a una noche de palabras
sin sangre, anodinas, sin destino.
Hundidos dócilmente en la vigilia,
en esta certidumbre asimilada,
no queda más cansancio que la muerte.

O este otro donde, bajo el magisterio de una muy frecuente metáfora paciana: la pareja como naturaleza, la fusión erótica como árbol en crecimiento, se resumen, además, los temas centrales de este libro:

El amor deletrea nuestros nombres,
somos viento y tormenta en el estanque,
rizoma prolongándose en la risa;
la raíz que hondamente nos sostiene
resplandece en el tronco, se hace boca,
se hace risa en el árbol que engendramos;

Este par de fragmentos aluden, en mi opinión, también a los temas centrales de este Vivo sueño: el amor y la pareja como fuente, posiblemente última, de sentido; la realidad aprehensible como una sucesión de escalones o estadíos entre la vigilia y el sueño; la conciencia como simulacro apasionado de un sentido que sólo puede ser momentáneamente asido o transfigurado por un lenguaje, que bien podría ser el de las palabras pero que, aún con ellas, es finalmente el de la música.

Y ¿de qué habla Vivo sueño? Esta es una pregunta que ningún verdadero poema extenso puede responder con una fórmula simple. La idea misma del poema extenso es irradiar más que ceñir los temas que lo componen. A diferencia del poema breve, donde la síntesis, la flecha que busca un blanco temático, es una prueba de su calidad, en el poema extenso sucede lo contrario. Los temas, las imágenes y las formas que adquiere el poema son un magma que está en el origen irreductible de la voz literaria y la experiencia vital del autor. Podría decirse que el autor puede comenzar y terminar en determinado motivo pero sólo para desbordarlo. El motivo se comporta como una puerta de entrada en la mina —o en este caso en el sueño— a donde se desciende (o asciende) para recuperar, enumerando y reconociendo, la pluralidad inagotable de los elementos que subyacen ahí. En este sentido, una obra como Vivo sueño no puede reseñarse ni condensarse, puesto que se trata, precisamente, de la “inmersión en las aguas de un lenguaje sin orillas”.

Escucho, sigo escuchando lleno de atención, para finalizar estas líneas a Scriabin y también a Los Beatles; sigo creyendo que, como dije al principio, en Cosme Álvarez fulgura cierto mundo de claroscuros iluminados por el sueño. Pero es imposible abarcar, con un lenguaje, con cualquier lenguaje —inclusive el de la música— todo lo que estalla en un instante de la vida y lo que un instante de la vida, como el de la escritura de un poema, significa. Me ampararé en lo que dice por ahí Cosme en este extraordinario libro: “Siempre es ahora, la misma hora siempre / y todos los lugares son el mundo”.

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Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

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