martes, 13 de noviembre de 2007

David Huerta: el Coloso de Micrós

por Cosme Álvarez

David Huerta
La obra magna, magnífica, de David Huerta, Incurable, se publicó hace 20 años. Quiero entonces comenzar celebrando el aniversa-rio de ese gran libro, determinante para la generación poética a la que pertenezco.
     Con David Huerta comparto cosas de la memoria y del olvido, para citar a Emilio Prados, un poeta que en su día dio a David dos temas de la literatura y de la vida. Con David comparto el barrio, fechas, momentos de recuerdo perdurable, la calle cerrada de Micrós, y también la pasión por la poesía. En mi cumpleaños de 1982, David Huerta me regaló Bajo la estrella de otoño, del novelista noruego y premio Nobel Knut Hamsun. La lectura de ese libro representó una de las provocaciones más bellas que me hiciera la literatura para que yo dedicara mi vida a las letras.
     Vivíamos en un barrio peculiar, la Segunda Colonia del Periodista; nuestros vecinos eran Renato Ledúc, cuya casa estaba a espaldas de la nuestra; Edmundo Valadés, Antonio Rodríguez, entre muchos otros periodistas y escritores. Y claro, mi vecino, el de la casa contigua, era nada menos que Efraín Huerta, poeta relevante para América Latina, como lo demuestra Los hombres del alba, ese hallazgo lírico que tarde o temprano será redescubierto por la crítica como la gran obra poética que es, volumen que sin duda se inscribe entre los libros de poemas con mayor significación del siglo xx mexicano. Los hombres del alba: “son los que tienen/ en vez de corazón/ un perro enloquecido”.
     Hablo de aquella colonia y de inmediato aparece un suave sabor amargo en la conciencia, provocado por la saudade, o, como diríamos en Sinaloa, por un grato dolor; por la noción de un mundo desaparecido para siempre, y por lo mismo irrecuperable. Un mundo para los recuerdos y los olvidos, un mundo que me dio la gracia de convivir con personas que, hoy me doy cuenta, parecen sacados de un libro de Tolkien o Michael Ende, que ya casi no existen. Pero también es el mundo en el que conocí a David Huerta, y a su sobrino, mi neigbor, el del corazón contiguo al mío: Iván Lombardo Huerta.
     Vivir cerca de tantos escritores, en plenos años sesenta, significó una aventura de claves y encuentros vitales que hasta hoy no han terminado. Cuando el niño que fui visitaba a su neigbor, Efraín, sentado a la mesa del comedor, nos acercaba su afecto con una sonrisa yo diría típica de su rostro; mientras tanto, David, Davo, salía con sus amigos al parque de la colonia. Entonces yo ignoraba que Davo era David Huerta, y que ya había publicado sus tres primeros libros: El jardín de la luz, de 1972; Cuaderno de noviembre, de 1976; y Huellas del civilizado, de 1977. Años más tarde, Cuaderno de noviembre sería uno de mis nueve libros de cabecera.
     Una pausa, no una ruptura, sobrevino a nuestra relación durante algunos años. Entonces tuve noticia de David a través de un libro que me obsequió un amigo de la escuela preparatoria: Versión, publicado en 1978, pero que llegó a mis manos hasta 1981. Tras la lectura de ese libro, David alcanzaba nuevas dimensiones para el muchacho que fui; en la parafernalia de la juventud, Davo se había convertido para mí en el Coloso de Micrós; era la única persona de carne y hueso que yo conociera que había escrito un libro, y además un gran libro. Ahora, en la parafernalia de la vida adulta, David sigue siendo para mí un Sen-Sei. El término proviene del budismo Zen, y más que aludir a un maestro, señala a alguien que ya ha estado ahí antes que nosotros. Si bien he publicado cuatro libros de poesía, a mis 43 años de edad no se me ha quitado esta noción certera de que David es un Sen-Sei, y que para mí sigue siendo el Coloso de Micrós.
     Años después, David y yo nos veíamos al menos una vez a la semana en casa de Efraín, que ahora era de Andrea Huerta, mi tía Andrea: consejera, aliada, señora solidaria y hermosa, donde también llegaba Eugenia Huerta, otra encarnación de bondad y risa fuera de un mundo cotidiano que comenzaba a serme hostil. En aquella casa de Micrós 61 conocí a Eduardo Lizalde, José de la Colina, Rafael López Castro y Rafael Doniz, Christopher Domínguez, Álvaro Quijano. La lista sería toda una sección blanca del directorio telefónico de la Villa de Ahome.
     Conservo el recuerdo de la noche en que Tania Huerta cumplió quince años. Fue celebrada con una fiesta espléndida en una casa de Las Águilas, donde una voz estentórea, de tenor, convocaba a los comensales a que partiéramos el pastel. David estaba ahí. David siempre estaba, siempre ha estado ahí, en mi vida. En la Segunda Colonia del Periodista, en los cafés de la Ciudad de México, en mis recuerdos, en las calles, en las casas de Andrea y de mi neigbor, en encuentros de poetas, en las lecciones y en las elecciones de la vida, en medio de la escritura de un verso: momento solitario en que la pluma se detiene, o es detenida, mientras la cabeza no puede evitar preguntarse qué diría David de este verso. David ahí, en mi vida, toda la vida, el Sen-Sei, el poeta, el Coloso de Micrós, el hombre, el muchacho que grita, que aplaude, ríe, se pone de pie porque el Atlante ha metido un gol.
     Si Cuaderno de noviembre fue una clave, digamos una clave de Sol —para jugar con la doble figura de la música y la revelación—, Incurable es el acorde, un acorde en multitud tonal y variadas cuadraturas, una ciudad de palabras. Pero para mí La sombra de los perros, de 1996, es la melodía que ata los acordes y los temas, melodía a un tiempo audible y secreta, la frase musical concreta, contundente. Historia, de 1990, ese gran baúl de poemas definitivos, es una segunda melodía en contrapunto, previamente compuesta, que aparece, da sentido, se retira, vuelve para decirnos otra frase de intensión sinfónica, y de nuevo se retrae, da paso a la canción dominante de La sombra de los perros.
     David Huerta, el poeta donador de una ética y de una poética, críptico, intimista, risueño, desgarrado, escritor para el pueblo; mordaz, celebratorio, tan natural en el lenguaje íntimo como obsesionado por las palabras y las cosas. David Huerta, el muchacho de la casa de al lado, este señor que yo admiro, que me sorprende, que me conmueve, que me deslumbra con cada nuevo libro que publica, como esta calle blanca, que viene a conjugar la sinfonía de su obra. La calle blanca, la calle Émile Richard, que parece un cuadro de Giorgio de Chirico. Todos somos las imágenes de esa calle blanca.

Presentación de La calle blanca, de David Huerta, durante la 6ª Feria del Libro de Los Mochis
Los Mochis, Sinaloa.
12 de noviembre de 2007.


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