(Versión de
Cosme Álvarez)
Henry David Thoreau (1817-1862) |
Al puritano le
gusta estar en la minoría, sólo así puede afirmar su orgullo de potencia. Y se
mantiene en la minoría aun en su propio hogar. En Massachusetts y en
Connecticut —los estados
más populosos de Nueva Inglaterra—, dos
tercios de la población son de origen extranjero. Celtas, latinos y judíos
llenan los centros industriales y las granjas del antiguo país. El puritano se
dirige más bien hacia el suelo rocoso y al fondo de su yo austero. Pero él
gobierna siempre. No ha desplegado su dominio sobre el Continente para perderlo
en el rincón donde nació. Permite que Boston hable italiano: el tranquilo
acento de Harvard le dictará lo que ha de decir. Permite que en Lowell y
Lawrence y en otros de los numerosos pueblos industriales de Massachusetts
abunden esclavos y magiares*: la dirección viene aún de State Street** y la
riqueza va a ella, a la misma State Street que fue la madre de la revolución
norteamericana. La prensa, la Iglesia, la Banca y el senado son puritanos. Y cualquier
voz que se levante en Nueva Inglaterra sólo revela su origen extraño por la
aspereza de su acento.
Sin embargo,
nadie negará que el puritano, a pesar de su poderío, está enfermo. Su voz es
clara, pero chillona. Se sostiene firme, pero con los músculos contraídos por
la proximidad de la muerte. Y, con la cara orientada firmemente hacia el sol,
se enorgullece del frío que corre por sus venas. Durante más de trescientos
años obstinadamente ha sacrificado la vida al poder, y del brío de su raza ha
nacido su dominio. Pero también de ella ha sido expulsada la vida. Generaciones
enteras la negaron. Estos hombres de negro, que ya no tienen grasa en la garganta
y que hablan con la nariz, han sido escindidos del inglés vigoroso. Estas
mujeres secas son hijas de las muchachas rollizas de Yorkshire; reinan en los
hogares de Nueva Inglaterra para enseñar el amor y la belleza a sus hombres y a
sus niños. El puritano ha conquistado su reino, y ahora se da festines con un
espectro.
Tal vez
Norteamérica es el reino, pero el espectro sólo habita en la granja de Nueva
Inglaterra. Generación decadente, sin dios, sin apetitos, sin otra alegría que
la del cultivo tenaz de su propio dolor. La locura es frecuente. La neurosis es
un derecho de nacimiento. La vida, agobiada de preceptos, ha llegado a ser un
mal secreto que corroe y exaspera. Pero no puede morir. Fue negada cuando era
vigorosa y proyectaba visiones de gozo y alegría en la persecución de las
riquezas; con más razón debe ser negada ahora, que ha venido a ser un cáncer
que altera el ritmo gris de la existencia puritana. La voluntad ha triunfado, y
en ella descansa la bella lógica de Nueva Inglaterra. No queda, en verdad,
ningún cielo en la tierra para distraer la atención, ninguna aspiración que
vaya más allá del objeto inmediato, ni una iniciativa en los hombres, más allá
de la que pueden atrapar sus manos, ninguna gracia en la mujer, fuera de las
meras ocupaciones de su sexo. Gente privada de todo por obra de la posesión
material. Gente despojada, en consecuencia, hasta de la capacidad de
disfrutarla. Los hombres que sólo cultivan el suelo, pronto pierden el sol que
los fecunda.
Tal es el fin
típico de Nueva Inglaterra. Negó la vida en sus plácidas tangentes de deseo con
el objeto de alcanzar el poder que deseaba, y ahora su deseo es ciego, y su
vida transcurre oculta y avergonzada.
Pero en la
Naturaleza no existe la muerte, como no existe lo negro. Nueva Inglaterra es
una tragedia, no porque se haya destruido a sí misma, sino porque tiene la
capacidad de salvación.
Ya en los días
oscuros que precedieron a la Guerra Civil había luz. Al luchar contra la
voracidad rival del Sur, en sus manifestaciones más bajas acumulaban la fuerza
que debía hacer su victoria; el industrialismo era la nueva hoguera donde el
puritano, en su obsesión enajenada, se preparaba a arrojar su vida como
combustible. Y es entonces cuando una gran protesta se alza de Nueva Inglaterra
por encima de la realidad.
Henry David
Thoreau personificó esta protesta temprana; su aislamiento debe considerarse en
relación con la bruma que ocultó a este primer gran escritor norteamericano.
Emerson ya era rey. Y cuando murió Thoreau, Emerson le hizo los honores en el Atlantic Monthly como al camarada
«trascendentalista» —así se llamaba
Thoreau a sí mismo—. Pero hoy Thoreau se repone de esa oración crítica.
Cabaña de Thoreau en el lago Walden |
Cuando éramos
muchachos todos tuvimos tíos fastidiosos que admiraban mucho a Thoreau. Según
ellos, Thoreau fue un gran naturalista que había escrito deliciosamente sobre
hongos y mariposas. Estos tíos eran los buenos ciudadanos, típicos de la vieja
Norteamérica, todos mediocres, sin
espiritualidad y perfectamente cuerdos. Nosotros decidimos entonces que su
autor favorito no podía ser el nuestro, y aceptamos que Thoreau era aburrido. Lo
dejamos solo. A Thoreau lo perdió su buena reputación. No obstante, es tiempo
de que despertemos a la idea verdadera de un Thoreau pernicioso y destructor;
que se le haga la mala reputación que merece, porque Thoreau no fue un
naturalista. En su vida y en su obra dio expresión al destino y a la esperanza,
a la tragedia de Nueva Inglaterra.
Lo que Rousseau fue para Francia, lo que Tolstoi fue
para Rusia, eso fue Thoreau para Nueva Inglaterra. Su país claramente se
destaca frente a estas naciones. Como Rousseau, Thoreau buscó en el retorno a
la Naturaleza un remedio a los engaños de la vida moderna; más bien buscó de
esta forma el retorno al Ser, donde se encuentra siempre la verdad. Fue
anarquista como Tolstoi, en guerra con la autoridad y el privilegio del grupo
sobre el individuo y su conciencia. Pero Thoreau carecía en su país de la abundante
cultura del pueblo francés, que enalteció la protesta de Rousseau y la hizo efectiva;
carecía de la honda experiencia mística del pueblo ruso, que celebró el mensaje
de Tolstoi y lo hizo universal. Thoreau permaneció resistente y desnudo, sin
adornos, como un árbol sin follaje. Es hijo de Nueva Inglaterra hasta cuando la
denuncia.
Ralph Waldo Emerson (1803-1882) |
Su lógica sosegada
debió parecerle una locura al fanático de Nueva Inglaterra: «¿Cómo se puede
esperar una cosecha de pensamiento —pregunta
Thoreau— antes de haber sembrado el carácter?» «Ahora que la república (la res*** pública) se ha establecido, es el
momento de velar por la res privada.»
«Mientras que Inglaterra procura contener la descomposición de las papas,
¿nadie procura contener la descomposición de los cerebros que predominan más
amplia y fatalmente?» «Si un hombre no marca el paso con sus compañeros, es
quizá porque obedece a un tambor diferente.» Tales son sus premisas y
cuestionamientos; su vida fue su respuesta.
El padre de Thoreau era fabricante de lápices.
Thoreau los perfeccionó, mejorándolos sobre todas las otras marcas conocidas
hasta entonces, incluso en Londres. Cuando sus amigos lo felicitaron por su
aproximación a la fortuna, les dijo que, ahora que había hecho uno bueno, ya no
tenía nada que hacer con los lápices. Vivió con absoluta despreocupación
económica cerca de Walden Pond. Ahí probó que desde la más severa lucha por la
existencia puede alcanzarse un margen de vida interior. Sacrificó ese margen
escribiendo un gran libro.****
La suya no fue
una aventura de evasión. Se retiró temporalmente, no para huir del hombre, sino
para afirmar al Hombre (que, según él,
debe ser lo primero). Con mucha más claridad que Walt Whitman, reconoció el
carácter impersonal del mundo norteamericano —en razón de ser él mismo inmune a su trágica belleza—. Sintió la
necesidad de medir la conciencia y la fuerza creadora del hombre contra la
debilidad acumulada por la masa inconsciente. En su gran libro expresó esa
necesidad de la que aún participamos nosotros, la de establecer una norma
individual, la de formar individuos.
Y así, al
comunicar su experiencia, su prosa es indestructiblemente sólida al lado de las
rapsodias y fantasías de la Escuela Trascendental. Plena y rítmica como la
pulsación de su propia vida, es la primera prosa magistral norteamericana.
Desconfió de
la esclavitud, condenó la guerra contra México, y también repudió avalar a un
gobierno que iba en contra de sus convicciones. Se rehusó a pagar los impuestos
y fue a dar a la cárcel y se rió de ello. Era demasiado sano para ser un mártir
y demasiado activo «para vivir bajo un gobierno», como decía él mismo. Fue casi
el único de los ciudadanos cultos de Nueva Inglaterra que apreció la riqueza
espiritual de los indios. Iba al Maine y a Canadá y permanecía largos meses en
las comunidades indígenas, donde tenía amigos. Cuando le venía en gana,
abandonaba los campos e iba a Boston, y, contra las advertencias de sus
solemnes amigos, expresaba sus ideas sobre asuntos públicos. Sus palabras (no
las de Washington o las de Jefferson) son las primeras que Norteamérica escribirá
algún día en el verdadero Librio de la Libertad.
Sus ensayos —como Resistencia al
gobierno civil [más conocido como Del
deber de la desobediencia civil*****] y Una
vida sin principios— son ahora modelos
de la revolución social y espiritual. Su palabra es clara, plena de sentido
vital. Lo mismo esa obra maestra, Walden,
que significa el primer «Sí» consciente del mundo puritano. Como si estuviese
en contacto con la Norteamérica afligida y bordeada de acero del siglo xx, Thoreau revela la profunda
hostilidad que existe entre la vida y la fe en los negocios del norteamericano, descubre las falsas pasiones que nacen
de la posesión, ridiculiza la dirección fanática de la voluntad puritana, la
cual rechaza la vida y prefiere un poder que, sin vida, no podrá ejercer o
dirigir.
Thoreau tenía el don profético. Vio hacia dónde tendía
el puritano. Parte por parte estudió la falsa doctrina predominante de la vida
norteamericana, observó sus frutos inevitables, los pesó y los hallo escasos.
Con decisión segura ofreció el ejemplo de su vida y de sus valores, y, en los
humildes relatos de su carrera, los sometió a la prueba de la forma.
No es menos cierto que esta crítica no tuvo
resonancia en la poderosa Nueva Inglaterra. La inercia de la desidia permaneció
en las granjas después de que Thoreau se fue para hacerse naturalista por la
gracia del dios pionero.
* Grupo étnico de Europa del Este, también conocido
como húngaros. Nota del traductor.
** Fundada en
1792. N del T.
*** Res : cosa
**** Walden, 1854
***** Influyó
de manera decisiva en Gandhi y, posteriormente, en Martin Luther King.
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