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sábado, 1 de julio de 2017

Meditaciones

Por Henry David Thoreau 
(escritor de Concord, Massachusetts)

[Versión de Cosme Álvarez]





Henry David Thoreau. 12 de julio, 1817-6 de mayo, 1862
Creo que existe una relación íntima entre la vida exterior y la vida interior; creo que si alguien lograse superar su vida, el mundo seguiría ignorándolo; creo que diferencia y dis-tancia se identifican.

Ansiar una verdadera vida es como emprender la marcha hacia un país lejano y verse gradualmente rodeado de pai-sajes desconocidos y gente nueva.

Comprendo que en tanto esté ceñido a mi pasado estoy muy lejos de vivir una vida mejor y más bella, en su sen-tido pleno.

El mundo externo es lo inverso de lo que está dentro de nosotros.

Las tradiciones no ocultan a los hombres, por el contrario, los muestran sin apariencias y como en verdad son. En rea-lidad las tradiciones forman su vestimenta. Me importa poco el absurdo razonamiento al que recurren quienes si-guen fieles a las tradiciones. Las sucesos no son rígidos, ni irreductibles como nuestros actos.

¡Cuántas veces nos expresamos con ambigüedad, como si una existencia eterna pudiera encajarse o erigirse en nues-tra vida presente a modo de fundamento conveniente! Para transformar nuestra vida debiéramos demoler la anterior, descartar todo el calor de nuestros afectos; quizá sea imposible.

El mirlo construye su morada sobre el huevo del cuclillo [ave cuya hembra pone huevos en los nidos de otras aves para que alimenten y cuiden a sus crías], y allí incuba sus huevos; pero la separación es leve y empolla también el ajeno. El cuclillo lo aventaja en un día y, al nacer su cría, expulsa a los pichones del mirlo. No hay otra solución entonces: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.

El cambio es siempre cambio. Ninguna vida nueva ocupa cuerpos viejos. Los cuerpos viejos se pudren. La vida es lo que nace, crece y florece. Los hombres patéticamente intentan reanimar lo antiguo, y por eso lo toleran y lo so-portan. ¿Por qué limitarnos a embalsamar? ¡Abandonemos ya el bálsamo y la mortaja, y vayamos en busca de un cuerpo naciente! En las antiguas tumbas de Egipto podemos comprobar el resultado de tal experiencia. No igno-ramos su fin.

Cabaña de Thoreau en Walden Pond
Creo en la simplicidad. Es triste y asombroso ver cómo hasta el hombre más sabio emplea sus días en asuntos triviales, cre-yéndose obligado a relegar a último término cuestiones más importantes. Si un matemático desea resolver un problema di-fícil, comienza por despojar a la ecuación de toda dificultad, reduciéndola a su más simple expresión. Simplifiquemos el problema de la existencia, distingamos lo necesario de lo real.

Exploremos la tierra para ver dónde corren nuestras raíces ori-ginarias. Yo quisiera basarme siempre en los hechos. ¿Por qué no ver, por qué no servirnos siempre de nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres no saben ni conocen nada?

Sé de muchas personas —difíciles de ser engañadas en asun-tos comunes, muy recelosas de una mala jugada— que me-suradamente disponen de su dinero y saben como gastarlo, que gozan fama de cautos y listos, y que, sin embargo, con-sienten en pasar gran parte de su existencia como cajeros entre las cuatro paredes de un banco, hombres que hoy brillan po-co, para enmohecerse mañana y finalmente desaparecer. Si son realmente capaces, ¿por qué hacen lo que están haciendo? ¿Saben bien lo que es el pan y para qué sirve? ¿Tienen noción del valor y del significado de la vida? Porque si supieran algo, ¡qué pronto olvidarían lo que ahora les interesa!

Esta vida, nuestra vida respetable de todos los días, tras de la cual firmemente se apuntala el hombre de buen sen-tido, el inglés del mundo civilizado, y sobre la que reposan todas nuestras instituciones insignes, no deja de ser una ilusión que se desvanece como la trama entera de una visión fugaz. En cambio, el más leve resplandor de realidad que suele iluminar días oscuros para todos los hombres, nos revela algo más consistente y perdurable que el bronce fundido, algo que es en verdad la piedra angular del mundo.

El ser humano es incapaz de concebir un estado de cosas que no sea realizable. ¿Podemos consultar honestamente a nuestra conciencia y afirmar que es así? ¿Qué hechos invocamos al afirmar que nuestros sueños son prematuros? ¿Has oído hablar alguna vez de un hombre que consecuentemente haya luchado durante toda su vida por una fi-nalidad, y que en cierta medida no la lograra? Un hombre en estado de continua ansiedad, ¿no se siente ya elevado en virtud de ella? ¿Quién que haya puesto en práctica la menor acción de heroísmo, de altruismo, o tendido hacia la verdad y sinceridad, no encontró cierta ventaja, algo más que no fuera perder el tiempo? Es natural no espe-rar que nuestro paraíso sea un jardín. Ignoramos lo que pedimos. Observemos la literatura. ¡Qué bellos pensa-mientos ha concebido cada uno de nosotros, y qué poco bellos pensamientos han sido expresados! Sin embargo, no hay ningún sueño, por más sutil o ligero que sea, que el simple talento —favorecido por cierta resolución y constancia, después de mil fracasos— no logre fijar y grabar en palabras distintas y duraderas. Nuestros sueños son los hechos más positivos que conocemos. Pero ahora no hablamos de sueños. Lo que puede expresarse con palabras, puede expresarlo igualmente nuestra vida.

Henry David Thoreau
Mi vida actual es un hecho del que no debo congra-tularme, pero respeto mi fe y mis aspiraciones. De ellas hablo ahora. Nuestro estado es demasiado sim-ple para describirlo. No he prestado juramento algu-no. No he trazado ningún plan para la sociedad, la Naturaleza, o Dios. Soy simplemente lo que soy, o, mejor dicho, comienzo a serlo.

Vivo en el presente. El pasado no es en mí sino un recuerdo, y el porvenir una anticipación. Amo vivir. Prefiero una reforma antes que un programa. No puede hacerse historia de cómo el mal se ha vuelto lo mejor. Creo —y nada existe al margen de mi creen-cia. Sé que yo soy. Sé que otro existe, que sabe más que yo, que se interesa por mí, del que soy su cria-tura, y, en cierto modo, también progenitor. Sé que la tarea vale la pena, que las cosas van bien. No he re-cibido ninguna noticia contraria.

En cuanto a las posiciones, las combinaciones, los detalles, ¿qué pueden significar? Si contemplamos el firmamento, cuando el tiempo es claro ¿qué percibi-mos sino el cielo y el sol?

¿Quieres convencer a un hombre de que hace mal? Haz el bien. Pero es inútil convencerlo con palabras. Los hombres creen en lo que ven. Procura que vean.

Prosigue tu vida, obstínate en vivirla, y como un perro en torno del coche de su amo, gira en torno a tu propia vida. Realiza aquello que más amas. Para que conozcas bien tu hueso róelo, entiérralo, y desentiérralo para roerlo aún más.

No es preciso demasiada moral. Sería endeudarte a ti mismo con un exceso de vida. Marcha más allá de la mora-lidad. No te contentes con ser bueno, hay que serlo a toda costa. Todas las fábulas encierran una moral, pero, los inocentes que escuchan, sobre todo hallan placer en la historia que se narra.

Nada se interpone entre tú y la luz. Respeta a los hombres, respeta a tus hermanos, y nada más. Cuando empren-das viaje a la Ciudad Celeste no lleves carta de recomendación. Cuando llames, pide ver a Dios, nunca a los lacayos. En esto, que es lo que más te atañe, no se te ocurra pensar que tienes camaradas. Haz de cuenta que estás solo en el mundo.

Thoreau [Segunda parte]

Por Ralph Waldo Emerson
(escritor norteamericano)


(Versión de Cosme Álvarez)





No ha existido un norteamericano más auténtico que Thoreau. La predilección que tenía por su país y por su condición era genuina, y su aversión a las costum-bres y los gustos ingleses, y europeos en general, raya-ba en el desprecio. Oía con impaciencia las noticias y las frases ingeniosas recogidas en los salones londinen-ses, y si bien procuraba ser correcto, esas anécdotas le resultaban fastidiosas. Los hombres se imitaban unos a otros, a través de un molde pequeño. ¿Por qué no pueden vivir lo más separado posible, y ser cada cual un hombre solo? Lo que él buscaba era la naturaleza más resuelta; deseaba ir a Oregon, no a Londres. «En todos los rincones de Gran Bretaña —escribió en su diario— se advierten rasgos de los romanos, sus urnas funerarias, sus campamentos, sus carreteras, sus casas. Al menos la Nueva Inglaterra no está edificada sobre ninguna ruina romana. No tenemos que colocar los cimientos de nuestros hogares sobre las cenizas de una civilización anterior.»

Idealista como era, declarado a favor de la abolición de la esclavitud, de la abolición de las tarifas, de la casi abolición del gobierno, sobra decir que no sólo se en-contraba sin representación en la política de su tiem-po, sino que, además, era casi igualmente antagónico a toda clase de reformadores. Sin embargo, pagó el tributo de respeto invariable al Partido Antiesclavista. Hubo un hombre, con quien había entablado amistad personal, al que honró con excepcional consideración; antes de que nadie pronunciase la primera palabra amistosa en apoyo al capitán John Brown, Thoreau corrió la voz, por casi todas las casas de Concord, de que cierto domingo por la tarde hablaría en una sala pública sobre la posición y el carácter de John Brown, y que invitaba a todo el pueblo a es-cucharlo. El Comité Republicano, el Comité Abolicionista, le hizo saber que su discurso sería prematuro e impro-cedente. Él respondió: «No me comuniqué con ustedes para pedirles consejo, sino para anunciarles que voy a ha-blar.» La sala, desde hora temprana, se vio atestada de representantes de todos los partidos, y la espinosa apología del héroe fue escuchada respetuosamente por todos, muchos de ellos con una simpatía que incluso llegó a sorprenderles.

Se dice que Plotino estaba avergonzado de su cuerpo, y es muy probable que tuviera razón, que su cuerpo fuese un mal servidor, e incompetente para el trato con el mundo material, lo que a menudo ocurre con los hom-bres de intelecto abstracto. Pero el señor Thoreau esta-ba dotado de un cuerpo sumamente útil y bien adapta-do. Era de corta estatura, complexión robusta, tez blan-ca, con expresivos ojos azules de mirada fuerte y aspecto grave. Durante sus últimos años llevó el rostro adorna-do con una barba que le favorecía. Sus sentidos eran agudos, su figura recia y bien proporcionada, manos fuertes, y diestras en el manejo de herramienta. Y poseía una notable habilidad de cuerpo y mente. Podía medir a pasos ochenta metros con mayor exactitud que cual-quier hombre ayudado por una barra y una cadena. De noche, en el bosque —decía—, hallaba el camino más con los pies que con los ojos. Era capaz de calcular muy bien con la mirada el tamaño de un árbol; sabía precisar el peso de un ternero o de un cerdo como un mercader. De una caja que contenía treinta y cinco piezas o más de lápices, podía tomar rápidamente con las manos una docena exacta en cada intento. Era buen nadador, co-rredor, patinador, botero y probablemente dejaba atrás a la mayoría de los campesinos en una caminata de un día. Y la relación entre su cuerpo y su mente era aún más fina de lo que hemos indicado. Decía querer cada paso que daban sus piernas. La extensión de sus paseos determinó invariablemente la extensión de sus escritos. Encerrado en casa, no escribía una sola palabra.

Tenía un recio sentido común, como el que Rosa Flammock, la hija del tejedor en la novela de [Walter] Scott, elo-gia en su padre, y que se asemejaba a una vara de medir que lo mismo medía tela y damasco, que tapices y paño de oro. Brindaba siempre un nuevo recurso. Mientras yo sembraba árboles en el bosque, tras haber conseguido un saco de avellanas, me dijo que sólo una reducida porción de ellas estaría sana, y procedió a examinarlas para selec-cionar las buenas. Pero al ver que de esa manera perdía mucho tiempo, dijo: «Creo que si se ponen todas en agua, las buenas se hundirán», y probamos el experimento exitosamente. Sabía proyectar un jardín, una casa o un gra-nero, y hubiera sido competente como jefe de una «Expedición exploradora del Pacífico»; sabía dar consejos prudentes en lo más graves asuntos públicos o privados.

Vivía al día, sin estorbo o mortificación de recuerdo al-guno. Si ayer a uno le había llevado una nueva propues-ta, hoy le traería otra no menos revolucionaria. Hombre muy hacendoso, que, como toda persona altamente or-ganizada, concedía un gran valor a su tiempo, parecía el único hombre en todo el pueblo con tiempo libre, siem-pre dispuesto a llevar a cabo una excursión que pareciese interesante, o una conversación que pudiera prolongarse por largas horas. Su agudo sentido común nunca se vio frenado por sus reglas de prudencia cotidiana, sino que siempre estaba a la altura de la nueva situación. Prefería y acostumbraba la comida más sencilla; sin embargo, cuando alguien proponía una dieta vegetariana, Tho-reau decía que todas las dietas le parecían asunto de muy poca importancia y agregaba que «el hombre que caza búfalos vive mejor que el pensionista de la Casa Gra-ham». Dijo: «Puedes dormir cerca del ferrocarril sin que te moleste, la naturaleza sabe distinguir muy bien cuáles son los sonidos dignos de escucharse, y ha decidi-do no oír el silbato de la locomotora. Las cosas respetan una mente devota, y jamás ha sido interrumpido un éx-tasis mental». Se dio cuenta de algo que a menudo se re-petía: cuando recibía una planta rara, enviada desde un lugar lejano, poco después daba con ella en sus propios lares. Y tenía esos golpes de suerte que sólo le suceden a los buenos jugadores. Un día, de paseo con un fuereño que le preguntó dónde podrían hallar puntas de flecha indias, respondió: «En cualquier parte», en seguida se inclinó, y en ese mismo instante recogió una del suelo. En el monte Washington, en la Barranca de Tuckerman, Thoreau sufrió una caída peligrosa y se luxó un pie. Al momento de incorporarse, descubrió por primera vez las hojas del Arnica mollis.

Su firme sentido común, y el estar dotado de manos fuertes, percepciones agudas y férrea voluntad no son, sin em-bargo, suficientes para explicar la superioridad que irradió en su vida sencilla y apartada. Debo añadir el hecho esencial de que poseía una comprensión extraordinaria, propia de una rara casta de hombres, que le mostró el mundo material como un medio y un símbolo. Este don que, a veces, derrama sobre los poetas una luz casual e in-terrumpida, y sirve como ornato de sus obras, era en él una percepción insomne, una visión celestial que no des-obedecía, a pesar de cualquier defecto o escollo de temperamento que pudieran nublarla. En su juventud, un día dijo: «El otro mundo es todo mi arte; mis lápices no dibujarán otra cosa; mi navaja no tallará otra cosa; no lo em-pleo como un medio.» Esto era la musa y el genio que dominaba sus opiniones, conversaciones, estudios, trabajos y el curso de su vida. Esto lo convertía en un eficaz escrutador de los hombres. A primera vista medía a su com-pañero y, aunque insensible a algunos finos rasgos de cultura, sabía calcular con gran exactitud su peso y su calibre. Esto producía la impresión de genio que en ocasiones daba su conversación.

Con una sola mirada entendía cualquier asunto en cues-tión, y veía las limitaciones y la pobreza de sus interlocuto-res, de manera que nada parecía estar oculto a esos terribles ojos. Frecuentemente conocía a jóvenes de sensibilidad que en un momento se convencían de que aquel era el hombre que buscaban, el hombre de hombres, que sabría indicarles todo lo que debían hacer. El trato que Thoreau daba a sus seguidores nunca fue afectuoso, sino siempre altivo, didác-tico, despreciativo de sus costumbres mezquinas, conce-diéndoles muy lentamente, o quizá nunca, la promesa de su compañía en sus casas, o incluso en la propia. ¿No se dignaría pasear con ellos? No lo sabía. No existía nada tan importante para él como su paseo; no tenía paseos de sobra que pudiera desperdiciar en compañía de otros. Personas respetables sugerían hacerle visitas, pero él las declinaba. Sus admiradores ofrecían llevarlo con gastos pagados al río Yellowstone, a las Antillas Occidentales, a Sudamérica. Sin embargo, no podía haber nada más formal y ecuánime que sus negativas; recuerdan, en circunstancias totalmente dife-rentes, la respuesta del engreído Brummel al caballero que le brindó su carruaje en medio de un aguacero: «¿En qué viajará usted, entonces?» Y, ¡qué acusadores silencios, qué disertaciones —penetrantes e irresistibles, que derriba-ban todas las defensas— perduran en el recuerdo de sus compañeros!

El señor Thoreau consagró su genio con tan completo amor a los campos, montes y aguas de su pueblo natal, que los hizo famosos e interesantes para todos los lectores norteamericanos, y para muchas personas más allá del mar. El río en cuya ribera nació y murió le era conocido desde su inicio hasta su confluencia con el Merrimack. Ahí realizó observaciones durante muchos años y a todas horas del día y de la noche, en verano y en invierno. En sus experi-mentos privados, él había obtenido varios años antes el resultado del reciente estudio llevado a cabo por los Co-misarios de Aguas elegidos por el Estado de Massachusetts. Todo cuanto sucede en el lecho, en las orillas y en la atmósfera sobre el río; los peces, su desove y sus nidos, sus costumbres, su alimentación; los insectos alados que una vez al año invaden el aire al atardecer y son devorados por los peces con tal avidez que muchos de ellos mueren de indigestión; los montones cónicos de pequeñas piedras en los bancos de arena, los enormes nidos de pececillos, que a veces no caben en una carreta; los pájaros que frecuentan el río, la garza, el pato, la tadorna, el colimbo, el águila blanca; la culebra, la rata almizcleña, la nutria, la marmota y el zorro en las orillas; la tortuga, la rana, la rubeta y el grillo que llenan de voces las riberas; todos eran sus conocidos y, como quien dice, sus paisanos y semejantes, de modo que le parecía absurda o violenta la narración que se limitara a uno solo de ellos, por separado, y más aún si se pretendía reducirlo a una medida en pulgadas, a una muestra de esqueleto, o a ejemplar de ardilla o pájaro en al-cohol. Le gustaba hablar de las costumbres del río, como si fuese un ser vivo, pero con exactitud, y siempre con re-ferencia a un hecho observado. Como conocía el río, conocía las lagunas de esta región.

Thoreau
Una de las armas que esgrimía —para él más importante que el microscopio o el receptor de alcohol para otros in-vestigadores—, fue un capricho que arraigó en él por su condescendencia y que, sin embargo, aparecía incluso en su más serias afirmaciones: la costumbre de exaltar tanto a su pueblo como a su región como el centro más privile-giado para la observación de la naturaleza. Explicó que la flora de Massachusetts comprendía casi todas las plantas importantes de los Estados Unidos: la mayoría de los ro-bles, la mayoría de los sauces, los mejores pinos, el fres-no, el arce, el haya, el nogal. Devolvió el ejemplar de Via-je ártico, de [Elisha Kent] Kane, al amigo que se lo había prestado, con el comentario de que «la mayoría de los fe-nómenos naturales registrados aquí podrían observarse en Concord». Parecía envidiarle un poco al Polo sus co-incidentes salidas y puestas de sol, o sus cinco minutos de día después de seis meses de noche: un hecho esplén-dido que el [cerro] Annursnuc jamás le había concedido. Halló nieve roja en uno de sus paseos, y me dijo que to-davía esperaba hallar la victoria regia en Concord. Era el abogado de las plantas nativas, y admitía sentir preferen-cia por la maleza del lugar que por las plantas importa-das, lo mismo que por el indio sobre el hombre civilizado, y notó, con gusto, que los rodrigones de sauce en la casa vecina habían crecido más que los suyos.

     —Mira esta maleza —dijo—, que ha pasado por la guadaña de un millón de granjeros a lo largo de la primavera y durante todo el verano y, no obstante, persiste y ahora brota triunfante en todas las veredas, pasturas, campos de labranza y jardines, tal es su vigor. Las hemos insultado con nombres humillantes como Hierba de cerdo, Madera de gusano, Hierba de brote, Flor de sábado. —Y añadió—: También tienen nombre distinguidos: ambrosía, este-llaria, amelnanchier, amaranto, etcétera.

Creo que su afición a referirlo todo al meridiano de Concord no nacía de ignorancia, ni de menosprecio por otras longitudes y latitudes, sino que era más bien una forma retozona de expresar su firme convicción de que todos los lugares se parecían, y de que el mejor lugar para cada persona es justo allí donde se encuentra. En una ocasión lo ex-presó así: «Creo que nada puede esperarse de ti si el trozo de tierra bajo tus pies no te sabe más dulce que cualquier otro, de este mundo y de cualquier mundo».

Ralph Waldo Emerson
Relee la Primera parte
























domingo, 1 de enero de 2017

Thoreau [Primera parte]


Por Ralph Waldo Emerson
(escritor norteamericano)




(Versión de Cosme Álvarez)



Henry David Thoreau (1817-1862)
Henry David Thoreau fue el último descendiente varón de un antepasado francés que llegó a este país [Norteamérica], procedente de la Isla de Guernsey. En ocasiones el carácter de Thoreau revelaba rasgos originarios de esta sangre, mez-clados de manera singular con un decidido genio sajón.

Nació en Concord, Massachusetts, el 12 de julio de 1817. Se graduó en la Universidad de Harvard en 1837, pero sin distinción literaria. Iconoclasta de la literatura, rara vez agradeció a las universidades los servicios que le brindaron, pues las tenía en poca estima, aun cuando su deuda con ellas era importante. Después de abandonar la universidad se acercó a su hermano, quien ejercía el magisterio en una escuela privada a la que renunció poco más tarde. Su padre era fabricante de lápices de grafito, y Henry durante algún tiempo se dedicó al oficio, convencido de que podía produ-cir un lápiz superior al entonces acostumbrado. Una vez ter-minados los experimentos, Thoreau mostró su trabajo ante los químicos y artistas de Boston, y regresó satisfecho a su casa tras obtener de todos ellos el testimonio de la excelen-cia del lápiz y de que igualaba a los de la más fina hechura londinense. Sus amigos lo felicitaron por haberse abierto un camino a la fortuna, pero él respondió que jamás volvería a fabricar un solo lápiz. «¿Por qué he de hacerlo? No repetiré lo que ya se ha hecho una vez.» Reanudó sus dilatadas caminatas y sus muy diversos estudios, con los que lograba cada día un conocimiento nuevo de la naturaleza, si bien aún no hablaba de botánica o zoología, pues a pesar de ser un es-tudioso de los hechos naturales no sentía curiosidad por los textos científicos ni la técnica.

Para entonces ya era un joven robusto, saludable, recién salido de la universidad. Sus compañeros habían empezado a elegir, o estaban ansiosos de iniciar, una actividad que les dejara dinero, y fue inevitable que los pensamientos de Tho-reau giraran en torno de este mismo asunto, por lo que tuvo que poner en práctica una determinación nada común para evadir todos los caminos tradicionales y mantener su libertad solitaria, a costa de contrariar la natural esperanza de sus familiares y amigos: le resultó tanto más arduo por su integridad absoluta, su insistida autonomía, que debía procurarse por sí mismo, y su convicción de que todo hombre tenía el mismo deber. Pero Thoreau nunca flaqueó. Fue combativo de nacimiento. Se negaba a renunciar a su inmensa sed de sabiduría y de acción, a cambio de un humilde oficio o profesión, y había puesto la mira en una vocación de un alcance mucho más amplio: el arte de vivir en plenitud. Si menospreció y desafió las opiniones de los demás, lo hizo únicamente porque ponía la mayor atención a conciliar su conducta y sus con-vicciones. No fue ocioso, ni proclive al lujo, cuando necesitaba dinero prefería conseguirlo por medio de un pequeño tra-bajo manual de su agrado, por ejemplo, construir una lancha o una cerca, plantar, adaptar, demarcar, o alguna otra faena, y no sujetarse a un compromiso de larga duración. De hábitos estables y pocas exigencias, su destreza en carpintería y su sobrada aritmética lo hacían apto para vivir en cualquier parte del mundo. Necesitaba menos tiempo para satisfacer sus necesidades que ningún otro. Tenía, pues, asegurado su bienestar.

Una habilidad natural para la mesura, nacida de sus conocimientos matemáticos y de su hábito de calcular las dimen-siones y las distancias de todos los objetos que le interesaban, el tamaño de los árboles, la profundidad y la extensión de las lagunas y de los ríos, la altura de las montañas y la distancia en línea recta de sus cimas favoritas, esto, aunado a su familiaridad con el territorio alrededor de Concord, lo hicieron inclinarse a la profesión de agrimensor, que le ofrecía la ventaja de llevarlo continuamente a tierras desconocidas y apartadas, y así lo ayudaba en su estudio de la naturaleza. Su precisión y destreza en este trabajo gozaron de rápido reconocimiento, por lo que tenía todo el trabajo que deseaba.

Henry David Thoreau, retrato de Samuel Worcester Rowse
Podía resolver con facilidad los problemas del agrimensor, pero a diario se veía acosado por cuestiones más graves, mismas que afrontó virilmente. Puso en tela de juicio las costumbres, y buscó fincar todos sus actos en un fundamento ideal. Fue combativo en exceso [à outrance], y pocas vidas contienen tantas renunciacio-nes. No se instruyó en alguna profesión, nunca se casó, vivía so-lo, jamás iba a la iglesia, nunca votó, se negó a pagar impuestos estatales, no comía carne, ni bebía vino, jamás conoció el uso del tabaco, y, aunque era naturalista, no empleaba trampas, ni armas. Sin duda sabiamente para él, eligió ser el bachiller del pensa-miento y de la naturaleza. No tenía talento para la riqueza, y sa-bía ser pobre sin el menor asomo de falta de pulcritud y elegan-cia. Quizá dio con su forma de vida sin premeditarlo mucho, pe-ro la aprobó con ulterior sabiduría. «A menudo se me recuerda —escribió en su Diario— que, así se me concediera la opulencia de Creso*, mis objetivos serían siempre los mismos, y mis me-dios esencialmente los mismos.» No tenía tentaciones de comba-tir, ni apetitos, ni pasiones, ni afición a frivolidades elegantes. La casa espléndida, la ropa, los modales, la conversación de la gen-te altamente cultivada resultaban un desperdicio para él. Prefe-ría, con mucho, a un buen indio; consideraba que aquellos refinamientos no eran sino obstáculos a la convivencia, y pre-firió siempre tratar a sus compañeros en las circunstancias más sencillas. Declinaba todas las invitaciones a cenar, porque en esas reuniones todos le estorbaban y nunca podía tratar a los individuos con provecho. «Fundan su orgullo —decía— en hacer que su cena cueste mucho; yo baso el mío en que cueste poco.» Cuando se le preguntó, encontrándose sentado a la mesa, qué plato prefería, contestó: «El que tenga más cerca.» No le gustaba el sabor del vino, y jamás en la vida se en-tregó a un vicio. Dijo: «Tengo un vago recuerdo del placer derivado de fumar tallos de lirios secos, antes de ser hombre. Tenía comúnmente una dotación de estos. Nunca he fumado nada más nocivo.»

*Creso. Nacido hacia 595 a.C. Último rey de Lidia, de la dinastía Mermnada; su reinado estuvo marcado por los placeres, la guerra y las artes.

Eligió hacerse rico reduciendo al mínimo sus exigencias y cubriéndolas él mismo. En sus viajes, utilizaba el ferrocarril únicamente para atravesar el territorio que no tuviese importancia en su propósito inmediato, y solía andar cientos de ki-lómetros, evitando las tabernas; prefería pagar hospedaje en las casas de los granjeros o los pescadores, porque eran más baratas y más de su agrado, y también porque en ellas hallaba más a mano a los hombres y la información que necesitaba.

Había cierto rasgo militar en su naturaleza, no se doblegaba, siempre viril y capaz, pero rara vez tierno, como que no se sentía sincero si no estaba ofreciendo oposición. Siempre quería una falacia que delatar, un error que empicotar; se diría que demandaba una ligera sensación de victoria, un redoblar de tambor, para poner en juego todos sus recursos. No le costaba nada decir no; en realidad, lo encontraba mucho más fácil que decir sí. Parecía que su primer instinto al escuchar una proposición era refutarla, tan impaciente se mostraba con las limitaciones de nuestro pensar cotidiano. Este hábito, desde luego, enfriaba un poco las relaciones sociales, y aunque sus compañeros acababan siempre por eximirlo de toda malicia o falsedad, no dejaba de empañar la conversación. Por lo tanto, ninguno que fuese su igual mantenía relaciones afectuosas con alguien tan puro e inmaculado. «Siento un gran afecto por Henry —dijo uno de sus amigos—, pero no simpatía, y en cuanto a tomarlo del brazo, primero pensaría en tomar el de un olmo.»

Sin embargo, aunque ermitaño y estoico, realmente ansiaba comprensión, y cordial e infantilmente buscaba la compañía de los jóvenes que amaba y a quienes le encantaba entretener de la única forma que sabía hacerlo, con variadas e infinitas anécdotas acerca de sus experiencias en los campos y en los ríos; y siempre estaba dispuesto a encabezar una excursión para buscar arándanos, castañas o uvas.

Hablando de un discurso un día [en una cena], Henry comentó que todo lo que aplaudía el público era malo. Yo dije: «¿A quién no le agradaría escribir algo que todos leyeran con gusto, como Robinson Crusoe? ¿Y quién no ve con tristeza que su escrito no encierra el tratamiento mate-rialista exacto que a todos deleita?» Henry objetó, desde luego, y ponde-ró las conferencias de calidad, que sólo son comprensibles para muy po-cas personas. En el transcurso de la cena, una joven, enterada de que él iba a pronunciar una conferencia en el Liceo, acremente le preguntó si su conferencia prometía ser un bonito e interesante relato como los que a ella le deleitaba escuchar, o una de esas disertaciones filosóficas que en nada le interesaban. Henry se volvió a ella y reflexionó; vi cómo intenta-ba convencerse a sí mismo de que disponía del material adecuado para ella y para su hermano, quien permanecería levantado sólo para asistir a la conferencia, si ésta iba a resultar interesante para ellos.

Hablaba y vivía la verdad, por nacimiento, y siempre se vio envuelto en situaciones dramáticas a causa de ello. En cualquier circunstancia, todos los observadores tenían interés en saber qué partido tomaría Henry y qué cosas diría, y no defraudaba las esperanzas puestas en él, sino que siem-pre supo aplicar un criterio original a todo contratiempo. En 1845 cons-truyó una pequeña casa de madera a orillas del lago Walden, y allí vivió solo, durante dos años, dedicado a una vida de trabajo y de estudios. Este proceder le era absolutamente natural y ade-cuado. Nadie que lo conociese podía imputarle afectación. Difería más de sus vecinos en su pensamiento que en sus ac-tos. Tan pronto había agotado las ventajas de aquella soledad, la abandonó. En 1847, en desacuerdo con algunas aplica-ciones que se daban a los gastos públicos [la invasión a México, 1846-1848], se negó a pagar los impuestos de su municipio y fue encarcelado. Un amigo suyo [el propio Emerson] pagó el impuesto por él y Henry salió libre. Hubo amenaza de una contrariedad similar al año siguiente. Pero como sus amigos pagaban el impuesto, a pesar de las protestas de Henry, creo que desistió de su actitud. Ninguna oposición ni ridiculización tenían el menor peso para él. Fría y cabalmente expresaba su opinión, sin fingir que creía que fuese la de sus contertulios. No le daba importancia al hecho de que todos los presen-tes defendieran la opinión opuesta. En una ocasión fue a la biblioteca universitaria para sacar varios libros. El bibliote-cario se negó a prestárselos. El señor Thoreau apeló al presidente, quien le leyó el reglamento y las costumbres, que res-tringían el préstamo de libros a los residentes graduados, a los clérigos matriculados como alumnos y a algunas personas que residían a menos de dieciséis kilómetros a la redonda. El señor Thoreau explicó al presidente que el ferrocarril había destruido la vieja escala de distancias, que la biblioteca era inútil, y que el presidente y la universidad eran inútiles tam-bién si se respetaban sus reglas, que el único beneficio que él debía a la universidad era su biblioteca; que, en ese mo-mento, no sólo era imperiosa su necesidad de aquellos libros, sino que iba a solicitar un número mucho mayor, y aseguró al presidente que él, Thoreau, y no el bibliotecario, era el legítimo custodio de los libros. En resumen, el presidente en-contró al peticionario tan formidable, y que las reglas ya empezaban a parecer tan ridículas, que acabó por otorgarle un privilegio, el cual, en manos de Thoreau, resultó ilimitado desde ese momento. [abajo el enlace a la segunda parte]


Thoreau, el profético


Por Waldo Frank
(escritor norteamericano)




(Versión de Cosme Álvarez)


Henry David Thoreau (1817-1862)
Nueva Inglaterra es la tragedia de la ambición. Otros países han estado más aislados, otros pueblos han nacido de igual manera. Sin duda, los violentos climas extremosos de Nueva Inglaterra han sido también dominados en otras partes. Pero seguramente en ningún lugar la poderosa y obstinada voluntad ha colaborado tanto con la naturaleza para levantar una comunidad próspera sobre la muerte. Se adivina que el habitante de Nueva Inglaterra pudo haber resistido a la inclemencia de su país, pero ha sucumbido a la inclemencia de su espíritu.

Al puritano le gusta estar en la minoría, sólo así puede afirmar su orgullo de potencia. Y se mantiene en la minoría aun en su propio hogar. En Massachusetts y en Connecticut los estados más populosos de Nueva Inglaterra—, dos tercios de la población son de origen extranjero. Celtas, latinos y judíos llenan los centros industriales y las granjas del antiguo país. El puritano se dirige más bien hacia el suelo rocoso y al fondo de su yo austero. Pero él gobierna siempre. No ha desplegado su dominio sobre el Continente para perderlo en el rincón donde nació. Permite que Boston hable italiano: el tranquilo acento de Harvard le dictará lo que ha de decir. Permite que en Lowell y Lawrence y en otros de los numerosos pueblos industriales de Massachusetts abunden esclavos y magiares*: la dirección viene aún de State Street** y la riqueza va a ella, a la misma State Street que fue la madre de la revolución norteamericana. La prensa, la Iglesia, la Banca y el senado son puritanos. Y cualquier voz que se levante en Nueva Inglaterra sólo revela su origen extraño por la aspereza de su acento.

Sin embargo, nadie negará que el puritano, a pesar de su poderío, está enfermo. Su voz es clara, pero chillona. Se sostiene firme, pero con los músculos contraídos por la proximidad de la muerte. Y, con la cara orientada firmemente hacia el sol, se enorgullece del frío que corre por sus venas. Durante más de trescientos años obstinadamente ha sacrificado la vida al poder, y del brío de su raza ha nacido su dominio. Pero también de ella ha sido expulsada la vida. Generaciones enteras la negaron. Estos hombres de negro, que ya no tienen grasa en la garganta y que hablan con la nariz, han sido escindidos del inglés vigoroso. Estas mujeres secas son hijas de las muchachas rollizas de Yorkshire; reinan en los hogares de Nueva Inglaterra para enseñar el amor y la belleza a sus hombres y a sus niños. El puritano ha conquistado su reino, y ahora se da festines con un espectro.

Tal vez Norteamérica es el reino, pero el espectro sólo habita en la granja de Nueva Inglaterra. Generación decadente, sin dios, sin apetitos, sin otra alegría que la del cultivo tenaz de su propio dolor. La locura es frecuente. La neurosis es un derecho de nacimiento. La vida, agobiada de preceptos, ha llegado a ser un mal secreto que corroe y exaspera. Pero no puede morir. Fue negada cuando era vigorosa y proyectaba visiones de gozo y alegría en la persecución de las riquezas; con más razón debe ser negada ahora, que ha venido a ser un cáncer que altera el ritmo gris de la existencia puritana. La voluntad ha triunfado, y en ella descansa la bella lógica de Nueva Inglaterra. No queda, en verdad, ningún cielo en la tierra para distraer la atención, ninguna aspiración que vaya más allá del objeto inmediato, ni una iniciativa en los hombres, más allá de la que pueden atrapar sus manos, ninguna gracia en la mujer, fuera de las meras ocupaciones de su sexo. Gente privada de todo por obra de la posesión material. Gente despojada, en consecuencia, hasta de la capacidad de disfrutarla. Los hombres que sólo cultivan el suelo, pronto pierden el sol que los fecunda.

Tal es el fin típico de Nueva Inglaterra. Negó la vida en sus plácidas tangentes de deseo con el objeto de alcanzar el poder que deseaba, y ahora su deseo es ciego, y su vida transcurre oculta y avergonzada.

Pero en la Naturaleza no existe la muerte, como no existe lo negro. Nueva Inglaterra es una tragedia, no porque se haya destruido a sí misma, sino porque tiene la capacidad de salvación.

Ya en los días oscuros que precedieron a la Guerra Civil había luz. Al luchar contra la voracidad rival del Sur, en sus manifestaciones más bajas acumulaban la fuerza que debía hacer su victoria; el industrialismo era la nueva hoguera donde el puritano, en su obsesión enajenada, se preparaba a arrojar su vida como combustible. Y es entonces cuando una gran protesta se alza de Nueva Inglaterra por encima de la realidad.

Henry David Thoreau personificó esta protesta temprana; su aislamiento debe considerarse en relación con la bruma que ocultó a este primer gran escritor norteamericano. Emerson ya era rey. Y cuando murió Thoreau, Emerson le hizo los honores en el Atlantic Monthly como al camarada «trascendentalista» —así se llamaba Thoreau a sí mismo—. Pero hoy Thoreau se repone de esa oración crítica.

Cabaña de Thoreau en el lago Walden
Emerson decía: «En vez de ejecutar trabajos de ingeniería para toda Norteamérica, prefirió encabezar una cuadrilla para cortar fresas. Moler habas es bueno como ejercicio antes de moler imperios, pero si al cabo de los años sólo quedan habas…» Supongo que Emerson debió sospechar que Thoreau no era en verdad un trascendentalista, y esto es lo que deseaba expresar. En realidad, el plan de Emerson era, sin pasar por las habas, tomar de costado los imperios, por los aires. Llegó a elevarse, pero jamás descendió a los imperios. Los imperios continuaron sobre sus caminos materialistas, y, en sus momentos de reposo, levantaban los ojos de su trabajo y le sonreían a Emerson. Thoreau molió habas, y hoy la América rebelde —la Norteamérica joven que combate por la santidad de la vida— vuelve a él en demanda de apoyo. Las palabras de Emerson (que atacó a los imperios de costado por los aires) han llegado a ser vagas, impalpables y abstractas. Las palabras de Thoreau (que afrontó la realidad, que abandonó Massachusetts y rehusó pagar impuestos a un Estado cuyos actos no podía aprobar) suenan sólidamente, llenas de una belleza varonil. Emerson escribió agradables sentencias sobre el cadáver de Thoreau, y hoy las sentencias de Thoreau ayudan a sepultar a Emerson.

Cuando éramos muchachos todos tuvimos tíos fastidiosos que admiraban mucho a Thoreau. Según ellos, Thoreau fue un gran naturalista que había escrito deliciosamente sobre hongos y mariposas. Estos tíos eran los buenos ciudadanos, típicos de la vieja Norteamérica, todos mediocres, sin espiritualidad y perfectamente cuerdos. Nosotros decidimos entonces que su autor favorito no podía ser el nuestro, y aceptamos que Thoreau era aburrido. Lo dejamos solo. A Thoreau lo perdió su buena reputación. No obstante, es tiempo de que despertemos a la idea verdadera de un Thoreau pernicioso y destructor; que se le haga la mala reputación que merece, porque Thoreau no fue un naturalista. En su vida y en su obra dio expresión al destino y a la esperanza, a la tragedia de Nueva Inglaterra.

Lo que Rousseau fue para Francia, lo que Tolstoi fue para Rusia, eso fue Thoreau para Nueva Inglaterra. Su país claramente se destaca frente a estas naciones. Como Rousseau, Thoreau buscó en el retorno a la Naturaleza un remedio a los engaños de la vida moderna; más bien buscó de esta forma el retorno al Ser, donde se encuentra siempre la verdad. Fue anarquista como Tolstoi, en guerra con la autoridad y el privilegio del grupo sobre el individuo y su conciencia. Pero Thoreau carecía en su país de la abundante cultura del pueblo francés, que enalteció la protesta de Rousseau y la hizo efectiva; carecía de la honda experiencia mística del pueblo ruso, que celebró el mensaje de Tolstoi y lo hizo universal. Thoreau permaneció resistente y desnudo, sin adornos, como un árbol sin follaje. Es hijo de Nueva Inglaterra hasta cuando la denuncia.

Gracias a este origen, Thoreau adquiere importancia para nosotros, lo mismo que Rousseau y Tolstoi para aquellos países más hechos. Nació y murió en Nueva Inglaterra. Boston fue su capital, sus vecinos fueron sus pueblos, los problemas de éstos fueron los suyos, los bosques y los ríos circundantes formaban su mundo. La belleza y las visiones que tomó de la vida eran las de Nueva Inglaterra. Thoreau tenía las cualidades de epíritu y de expresión de un héroe regional. Pero Norteamérica no es tan rica como para dejarlo pasar en silencio.

Ralph Waldo Emerson (1803-1882)
Su vida y su obra literaria forman un conjunto tan simple, tan armonioso en su aliento, que cualquier espíritu norteamericano con inquietudes puede comprenderlo. Es el gran ingenuo de nuestro país. Lincoln es complejo y sombrío al lado de él, Walt Whitman es el producto de un mundo más turbio. Por esta misma razón, el significado de Thoreau crece en nuestra necesidad actual. La Norteamérica uniforme no sentía necesidad de sus preceptos simples. Ahora que nuestra vida es complicada y febril con el fárrago de las conciencias, Thoreau es el agua clara y fresca para nuestra fiebre.

Su lógica sosegada debió parecerle una locura al fanático de Nueva Inglaterra: «¿Cómo se puede esperar una cosecha de pensamiento —pregunta Thoreau— antes de haber sembrado el carácter?» «Ahora que la república (la res*** pública) se ha establecido, es el momento de velar por la res privada.» «Mientras que Inglaterra procura contener la descomposición de las papas, ¿nadie procura contener la descomposición de los cerebros que predominan más amplia y fatalmente?» «Si un hombre no marca el paso con sus compañeros, es quizá porque obedece a un tambor diferente.» Tales son sus premisas y cuestionamientos; su vida fue su respuesta.

El padre de Thoreau era fabricante de lápices. Thoreau los perfeccionó, mejorándolos sobre todas las otras marcas conocidas hasta entonces, incluso en Londres. Cuando sus amigos lo felicitaron por su aproximación a la fortuna, les dijo que, ahora que había hecho uno bueno, ya no tenía nada que hacer con los lápices. Vivió con absoluta despreocupación económica cerca de Walden Pond. Ahí probó que desde la más severa lucha por la existencia puede alcanzarse un margen de vida interior. Sacrificó ese margen escribiendo un gran libro.****

La suya no fue una aventura de evasión. Se retiró temporalmente, no para huir del hombre, sino para afirmar al Hombre (que, según él, debe ser lo primero). Con mucha más claridad que Walt Whitman, reconoció el carácter impersonal del mundo norteamericano —en razón de ser él mismo inmune a su trágica belleza—. Sintió la necesidad de medir la conciencia y la fuerza creadora del hombre contra la debilidad acumulada por la masa inconsciente. En su gran libro expresó esa necesidad de la que aún participamos nosotros, la de establecer una norma individual, la de formar individuos.

Y así, al comunicar su experiencia, su prosa es indestructiblemente sólida al lado de las rapsodias y fantasías de la Escuela Trascendental. Plena y rítmica como la pulsación de su propia vida, es la primera prosa magistral norteamericana.

Desconfió de la esclavitud, condenó la guerra contra México, y también repudió avalar a un gobierno que iba en contra de sus convicciones. Se rehusó a pagar los impuestos y fue a dar a la cárcel y se rió de ello. Era demasiado sano para ser un mártir y demasiado activo «para vivir bajo un gobierno», como decía él mismo. Fue casi el único de los ciudadanos cultos de Nueva Inglaterra que apreció la riqueza espiritual de los indios. Iba al Maine y a Canadá y permanecía largos meses en las comunidades indígenas, donde tenía amigos. Cuando le venía en gana, abandonaba los campos e iba a Boston, y, contra las advertencias de sus solemnes amigos, expresaba sus ideas sobre asuntos públicos. Sus palabras (no las de Washington o las de Jefferson) son las primeras que Norteamérica escribirá algún día en el verdadero Librio de la Libertad.

Sus ensayos como Resistencia al gobierno civil [más conocido como Del deber de la desobediencia civil*****] y Una vida sin principios— son ahora modelos de la revolución social y espiritual. Su palabra es clara, plena de sentido vital. Lo mismo esa obra maestra, Walden, que significa el primer «Sí» consciente del mundo puritano. Como si estuviese en contacto con la Norteamérica afligida y bordeada de acero del siglo xx, Thoreau revela la profunda hostilidad que existe entre la vida y la fe en los negocios del norteamericano, descubre las falsas pasiones que nacen de la posesión, ridiculiza la dirección fanática de la voluntad puritana, la cual rechaza la vida y prefiere un poder que, sin vida, no podrá ejercer o dirigir.

Thoreau tenía el don profético. Vio hacia dónde tendía el puritano. Parte por parte estudió la falsa doctrina predominante de la vida norteamericana, observó sus frutos inevitables, los pesó y los hallo escasos. Con decisión segura ofreció el ejemplo de su vida y de sus valores, y, en los humildes relatos de su carrera, los sometió a la prueba de la forma.

No es menos cierto que esta crítica no tuvo resonancia en la poderosa Nueva Inglaterra. La inercia de la desidia permaneció en las granjas después de que Thoreau se fue para hacerse naturalista por la gracia del dios pionero.


* Grupo étnico de Europa del Este, también conocido como húngaros. Nota del traductor.
** Fundada en 1792. N del T.
*** Res : cosa
**** Walden, 1854
***** Influyó de manera decisiva en Gandhi y, posteriormente, en Martin Luther King.

Waldo Frank en 1920. Foto © Alfred Stieglitz
Waldo Frank (1889-1967) novelista e hispanista norteamericano.

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