domingo, 9 de diciembre de 2007

Poema de amor

por María Fernanda Álvarez
María Fernanda Álvarez


Quiero explorar cada astro de tu galaxia
Quiero sentir la erupción de tu volcán
Quiero jugar con las olas de tu mar
Quiero oír cada nota de tu instrumento
Pues sé que con mi mundo
Con mi montaña
Con mi río
Y con mi cantar
Podemos crear un nuevo universo.

9 de diciembre de 2007
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Dos poemas a la Luna

por María Fernanda Álvarez


I
Mientras duermo ella me ve
Espera inmóvil
Y con su luz me arropa.

II
Después de ver al cielo por un rato
Explorando en mi interior
Observando mi fulgor
De repente me percato

Algo extraño está ocurriendo
El día se va oscureciendo
Y por sorpresa me toma
La sonrisa que se asoma.

Me hace sentir,
Me hace soñar
Me hace volar
Me hace reír

Esta luna hermosa
Que me hace vivir soñando
Quiero guardarla en un frasco
Y esparcirla a cada paso.
9 de diciembre de 2007

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jueves, 22 de noviembre de 2007

Despertar sonoro: Vivo sueño

Comentario a la obra de Cosme Álvarez

por Leonel Rodríguez


UMBRAL: LUZ ENTRE LA NIEBLA


México, circa 1983. Años de cierto auge, aunque la recesión del año pasado ha causado estragos. Se vive con la inercia de treinta años de crecimiento económico y cierto esplendor cultural. Para un joven que descubre una nueva soledad y también a los otros, a la mujer —otra entraña—, la ciudad y los libros son el combustible que alienta a recorrer ese escenario múltiple: desde la Ciudad de México, hasta el norte de Sinaloa y puntos intermedios, laterales, el viajero teje redes de significado, relaciones que habrán de enlazar palabras —versos que en esos años son la mirada silenciosa de un joven poeta que llena cuadernos, habitante de una ciudad hoy desconocida e inexistente, acaso recordada por algunos; escenario vacío, o en proceso de vaciarse, después de 1985.
     Sin duda, se trataba de una Ciudad de México que ya no está ahí. Ciudad de caminantes, andar por ciertas calles era inmiscuirse en las atmósferas y en el ser de la gente que uno descubría en las páginas de Renato Leduc o Efraín Huerta; los parques de las colonias Roma y Condesa eran y son el aire que respiran muchas novelas de Juan García Ponce; si la curiosidad nos llevaba a las librerías del sur era probable ver a Juan Rulfo, tal vez el mismo día que uno había terminado de leer ¡Diles que no me maten! o la muerte de Susana San Juan en Pedro Páramo.
     Como todavía es posible sentirlo, gracias a la herencia de apertura que generaciones como Contemporáneos y de La Casa del Lago hicieron realidad, los jóvenes llamados a la poesía sentían su pertenencia a la cepa que las obras de Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia: Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Rulfo: Julio Cortázar, Borges, Mario Vargas Llosa, José Lezama Lima: José Carlos Becerra: T. S. Eliot, Saint-John Perse: Henry Miller, D. H. Lawrence, Hermann Hesse, Lawrence Durrell: William Faulkner, Hermann Broch: Gérard de Nerval, Hölderlin y Novalis (por no hablar de músicos, pintores y cineastas) levantaban y levantan como un árbol.
     Puede parecer que se habla de otro mundo. Quizá lo sea. Los más jóvenes, los más inquietos, percibían que la escritura y el arte eran elementos indispensables para vivir. Seguir este llamado, obedecer a los impulsos internos, despertaría la conciencia de un naufragio: en septiembre de 1985 todos supieron que la vida conocida se había derrumbado en las imágenes de aquellos días. Muchos de los viejos murieron por entonces, muchos jóvenes también, sin causa, por el peso de los hechos. Lo que siguió, para los vivos, fue un cambio de norte. Para ésos que perseveraron, la escritura se volvió intensamente la creación de un nuevo sentido, luz entre la niebla.
     Se había vivido sobre la construcción de los fundadores. Al desmoronarse, el presente se mostraba como fundación que no termina.


ÉSOS QUE PERSEVERARON: PALABRAS QUE LLUEVEN SON MÁSCARAS

Cosme Álvarez (Villa de Ahome, 1964) es autor del poema en nueve cantos Vivo sueño (Ediciones sin nombre, Difocur, 2006); también de los poemarios El azar de los hechos (1998), El cántaro de fuego (1994) y Sombra subterránea (1992), publicado bajo el nombre de Cosme Almada. Como indica su año de nacimiento, Cosme Álvarez es parte de aquella camada de «últimos mohicanos» —entre otros: Jorge Fernández Granados, Luis Ignacio Helguera, Samuel Noyola, Pablo Soler Frost, Mario González Suárez— que convivieron, o tuvieron la posibilidad de hacerlo, con los artistas de la generación de La Casa del Lago, señaladamente con Juan García Ponce y Huberto Batis.
     Este comentario del poema Vivo sueño comienza con la mención, no pormenorizada, de dos libros anteriores de Cosme Álvarez.

1. Sombra subterránea (1992)

Desde su primer poemario, la escritura de Cosme Álvarez define la identidad de su autor en el mundo. Las palabras de un poeta encuentran su acomodo fuera del ruido, en el silencio del escritor, sólo para volver al mundo, renovándolo y haciendo habitable un sentido. (La novedad de esto es antigua como un recién nacido que patalea sobre nuestra cama.)
     Las palabras de un poeta quieren ser un arco que une la realidad con lo que no existe, pero está, con insistencia, en alguna parte: en el sueño, que al nombrarse queda libre de existir.
     Sobre todo, la poesía dialoga con los hombres y con su realidad. Un poeta joven tiene el conocimiento de que su primera urgencia es hablar consigo mismo. Quiere verse y lloverse en sus palabras. Así se demuestra en Sombra subterránea, poemario donde una voz se dice sin complacencias —todavía parca en su nuevo decir, como un explorador de avanzada, cauteloso—, sin caer en un lenguaje excesivo.

«Las palabras —esa lejana memoria—, crean
o destruyen al ser que les dio acomodo.»

     Así se crea en cada verso, con el cuidado de quien sabe que distinguir la creación de la destrucción es delicado. Se trata de un libro que, ya en 1992 (aunque escrito a lo largo de la década anterior), prefigura ciertas maneras de los poetas de la primera década del siglo XXI. Busca la realidad en una escritura que brota de la nada, más allá del desorden.
     El poeta roba palabras, pero ellas lo usan para decirse con un sentido propio, distinto cada vez, diferente en cada poeta (Ver Nota al final).


2. El azar de los hechos (1998)

El siguiente libro de Cosme Álvarez es la visión de un hombre que mira con los ojos cerrados, hacia adentro. Esos ojos que intensamente miran, como dirá un verso del libro que ocupa este comentario y al cual todavía no llegamos, ya hablan en este libro. Ojos que dicen árboles, la herencia de las costumbres, pueblos y las urbes, sociedades donde las personas abandonan su nitidez. Los mástiles de barro, los hombres, gotean los días y se hacen invisibles en la noche, ¿para qué? No es casual que el poema final y más extenso se llame Oscura. Porque oscura es la raíz del día y si ha de buscarse algo, será en su fuente.

«Decirlo todo de nuevo. Para alcanzar la otra orilla que crece en nosotros
haciendo estallar los puentes a la costa

     Oscura es cumbre y umbral dentro de la obra de Cosme Álvarez. Es una prenda completa en sí misma. Es producto de los hilos que comenzó a tejer en su primer libro (¿qué busco?, ¿cómo decir que no sé esto que veo?) y ofrece un punto de partida para la búsqueda de Vivo sueño.
     Oscura se asoma al espacio entre los hilos que tejen la existencia tal como la tomamos a diario. Es decir: ve momentos acumulados entre las cosas. Es un semillero que germina en los ojos que lo leen, ramaje de existencia acunando con su copa la vida sin márgenes.


VIVO SUEÑO

Hablemos, pues, con la realidad. Habitemos el espacio que toca nuestra mirada. Lidiamos con un lenguaje que sólo puede aspirar a repetir el decir de la poesía para expresar su efecto. Explicar el poema es imposible. Vivo sueño, poema de Cosme Álvarez, es un poema verdadero. Desde esa línea nos acercamos a él, buscamos señalarlo como a un venado entre la maleza.
     Frente a la llama de una vela, un hombre mira más allá de la materia que toca con sus manos. Su tacto es fugaz; los objetos largamente conocidos apuntan hacia la realidad de otros instantes; la mesa, la silla, son la mano del carpintero, son el bosque, robles y eucaliptos; son el vuelo de las aves regadoras de semillas...
     Cobijado en la noche, el hombre se encuentra, al mismo tiempo, de pie en la obscuridad sin hora que no ofrece sustento: su desvelo recorre caminos que no han sido marcados; detrás de él no queda huella: un paso atrás no es un regreso a lo seguro; con cada avance, su cuerpo inventa el nuevo espacio que lo contiene. El hombre alumbra al mundo que lo rodea.
     Así comienza nuestro diálogo con un libro de poesía. A cuenta gotas hasta topar el borde del vaso que contiene nuestro impulso. Porque queremos conversar con la realidad.
     El poema convierte la mirada distraída del lector en la sustancia de la tierra, en la más negra tierra del subsuelo para que con ella palpemos la raíz del hombre-árbol, espiral de sueño y creación: verdadera cara tras la máscara aparente.
     La raíz del hombre es su mirada; por ella, el hombre es transparencia, umbral que señala su otro lado —ahora ceniza, ahora fuego alado—; hombre que da cabida y cuerpo al envés del mundo: vena de lava pura: realidad.
     Hay que decirlo: el orden que propone esta poesía es similar al de la vida, no es accesible si hacemos una lectura desatenta. El aliento del poema está puesto con tal evidencia, tan ahí, que al leerlo no se razona, nunca se nos pide raciocinio, mejor nos auxilia el agua clara de la percepción. Todo lo que se nos pide es ver.
     Vivo sueño es un libro que habla con los elementos. Sus palabras no son distintas de las que hablamos con los otros en la calle. Al desplegar sus versos, sabemos con asombro que de alguna manera se nos dice lo evidente, pero es una evidencia perdida para la mayoría de nosotros que vivimos inmersos en las horas cotidianas; nuestro asombro se enciende en la certeza de que hemos estado, alguna vez, en el mismo sitio donde nos habla la voz del poema: lo que sabíamos entre brumas el poema lo dice sin tapujos.
     En Vivo sueño se busca que hable la huella de esa evidencia perdida. Bajo riesgo de su identidad, el poeta ha rastreado el sentido de una experiencia vital. Como corresponde, el lector que llega a este libro por una necesidad tan imperiosa como la que hizo posible su escritura debe hacer lo propio y recrear el poema, de manera que se contemple esa huella que perdura en las palabras —esa espuma—, voces que son rastros de un sueño dotado de nueva vida por obra de la escritura, vivo sueño que resuena en un cuerpo de palabras: hoy se dice el despertar de un cuerpo, hoy camina en nuestra voz el andar de un fuego antiguo.
     ¿Qué dicen los nueve cantos de Vivo sueño?, ¿su cantar es la huella de qué ente?: dónde ha estado el hombre que así canta:

Surge una presencia antigua
cuyo extremo esta noche soy yo. (p. 56)

También:

El hombre, la vida y las palomas,
que sólo cuando mueren vuelan.
No importa; volaremos.
Nacerán nuevos hombres, se crearán nuevos destinos;
otra realidad en otra copa.
Por eso es ahora, la misma hora siempre,
y todos los lugares son el mundo. (p. 57)

En medio de un desfile de sonámbulos oímos la voz del hombre que está por decidir su vida:

¿Fui aquel adolescente que vagaba
por calles empedradas sin destino
en un pueblo de penumbra y ocaso,
yendo siempre de la noche hacia el día
con el rostro de antifaz heredado
en busca de una máscara de agua? (p. 93)

La lectura de estos versos tiene un sentido que acompaña. No se busca el tiempo que perdimos: se le dice, se desentraña esa huella, esa evidencia de lo perdido, para acercarnos a esa confluencia de cauces que es la vida y sus posibilidades, para rozarnos con nuestra pregunta en el espejo: ¿Cuál es el nombre del azar que ata letras, forma versos y los lanza para develar una diana introvertida?
     La lectura de este poema nos desconcierta y nos mueve a despertar la conciencia de nuestra realidad: persistimos en un naufragio, de ahí que en ocasiones este canto nos rebase como agua amontonada sobre nuestro cuerpo; en otros momentos, nos encontramos en una calma chicha, el pulsar de los ojos sobre la savia del poema nos sumerge en su ambiente intenso: despertamos a su sentido sonoro y lo decimos sobre el techo de agua que nos llueve. Decimos el poema que nos dice. Así nos mantenemos a flote.
     Para el poeta que le dio cabida en su obra, para el lector que lo recrea en la lectura, Vivo sueño es un punto de partida, ¿a partir de qué?, del silencio, útero que da luz a la conciencia de la duda; ¿son reales los hechos que forman la cáscara de eso que llamamos vida?; la indagación de Vivo sueño sugiere que la cosa del mundo, lo nombrado hasta la hartura de la lengua, es tan sólo una pausa que aceptamos; nuestros sentidos se abren y lo que nos inunda, en palabras del poema, es tremendidad.
     Los nueve cantos de Vivo sueño dibujan una trayectoria sin puntos de referencia: es una sinfonía que surge del silencio, se yergue y abre el sonido de sus ramas, para después hundirse en un silencio nuevo, preñado con una manera de mirarnos inexistente antes del estallido de su música. Es la apuesta total a favor del de la vida sombría y luminosa, inexplicable. En un alto grado, se trata de un poema que consuela y alienta a los que intuyen en su sangre el rodar de un mundo extraño que merece ser expresado y vivido. La marginalidad de los sueños del hombre es la medida de su miseria. Como mendigos, los hombres habitamos una orilla de nuestra realidad.
     Vivo sueño es el fuego de la fe del poeta Cosme Álvarez. Con este incendio, queda libre para escribir lo que desee, como un nuevo poeta; también queda en libertad de no escribir en absoluto. El poeta se sitúa en un más allá que no está en otra parte sino aquí mismo; la diferencia es que el mundo gira a su alrededor con un nuevo impulso. Su cantar forma realidad.
     ¿Qué mira el cantar del poema?
     La pregunta cae en nosotros como en un pozo profundo; se desploma hacia la lisura del ojo de agua. Su trayectoria nos abandona en el silencio.

POESÍA DE COSME ÁLVAREZ:
-Cosme Almada. Sombra subterránea. México: CONACULTA, 1992. 82 p. (Fondo editorial Tierra adentro, 47)
-El azar de los hechos. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. 87 p. (Letras mexicanas).
-Vivo sueño. México: Ediciones Sin Nombre, Difocur, 2006. 106 p. (Cuadernos de la salamandra).

NOTA
* El poeta toma palabras, flotan en el ambiente y no es necesaria la influencia directa. Donde T. S. Eliot (The Hollow Men) dice: «Shape without form, shade without color,/ Paralysed force, gesture without motion» («Figura sin forma, sombras sin color,/ fuerza paralizada, gesto sin movimiento.»), el poeta de Sombra subterránea dice:

SIN CUERPO NI FORMA

Cuando mi cuerpo se hunde en el tuyo,
¿qué es ello que empieza a besarse,
aquella quietud y silencio?
Hay un misterio que habita la carne,
ocurre desnudo.

El sentido es otro porque el poeta es otro.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

El ronroneo de los camaleones errantes

por Jeremías Marquines

I
Trashumancia libelular de cuño circense,
hacia los ojos de quienes nos odian, vamos sobre la cabeza de un buey feriante.
Ingenuidad explicar, las marchas y contramarchas de los querubes porque estos regresan al Edén en autobuses disparados por varones hediondos a pirotecnia de claustro.
Poco varían los crímenes del amor.
Abandonar debemos construcciones artilladas
para humanizar la tierra.
Muros inspirados en el Espíritu Santo.
Perfeccionar hay que los patios soñadores de la
hierba.
El método volante de las hojas.
Conductas de asedio al romanzal de otoño,
si el solitario se aleona en su aprensión de cornisa enloquecida.
Nada que arruine la aeronáutica del verso, pero
heliotropismo insurrecto tamborilea vientres que hurtan invenciones prematuras.
Pájaros hay del hambre en el ramaje del Sur.
A pesar del oxido y violenta flora, manos hábiles,
descuartizaron animales inolvidables y luminiscentes.
A pesar del amor,
no puedo enderezar viejos males.
Agita el neumático del horizonte sin dar vuelta.
Un pensamiento es mucho en las ciudades frías.

II
Debimos irnos, salir de la pared del Sur con la
indiferencia de una manada de Ñus que judíos parecen.
Somos los únicos adeptos de circuncisos invernaderos,
morder los labios en lo alto del cielo.
Otros no adivinan, como quien se enzarza para esperar
acústico ademán del acordeón, ansían irse ya penantes.
Vasito en que nadie bebe, los que andan idos, allá donde mea la sombra piedras comunes.
Mueca de errático instante, creo que soy, somos.
Ociosidad del precipicio.
Creo que adictos de una dolencia gótica, me canso de rumorear albos ramajes, estancia decrujidos.
Reverberancias de otros jugos, tus piernas hembras, telar que así se mueven.
La extrañación gana.
Me asemejo pasillo asiestado revoloteando tus tetas corticales platinizadas por la luna.
Ese es el meollo, a falta de paréntesis, facineroso barroquismo prende el fósforo de la ida.

Jeremías Marquines

martes, 13 de noviembre de 2007

David Huerta: el Coloso de Micrós

por Cosme Álvarez

David Huerta
La obra magna, magnífica, de David Huerta, Incurable, se publicó hace 20 años. Quiero entonces comenzar celebrando el aniversa-rio de ese gran libro, determinante para la generación poética a la que pertenezco.
     Con David Huerta comparto cosas de la memoria y del olvido, para citar a Emilio Prados, un poeta que en su día dio a David dos temas de la literatura y de la vida. Con David comparto el barrio, fechas, momentos de recuerdo perdurable, la calle cerrada de Micrós, y también la pasión por la poesía. En mi cumpleaños de 1982, David Huerta me regaló Bajo la estrella de otoño, del novelista noruego y premio Nobel Knut Hamsun. La lectura de ese libro representó una de las provocaciones más bellas que me hiciera la literatura para que yo dedicara mi vida a las letras.
     Vivíamos en un barrio peculiar, la Segunda Colonia del Periodista; nuestros vecinos eran Renato Ledúc, cuya casa estaba a espaldas de la nuestra; Edmundo Valadés, Antonio Rodríguez, entre muchos otros periodistas y escritores. Y claro, mi vecino, el de la casa contigua, era nada menos que Efraín Huerta, poeta relevante para América Latina, como lo demuestra Los hombres del alba, ese hallazgo lírico que tarde o temprano será redescubierto por la crítica como la gran obra poética que es, volumen que sin duda se inscribe entre los libros de poemas con mayor significación del siglo xx mexicano. Los hombres del alba: “son los que tienen/ en vez de corazón/ un perro enloquecido”.
     Hablo de aquella colonia y de inmediato aparece un suave sabor amargo en la conciencia, provocado por la saudade, o, como diríamos en Sinaloa, por un grato dolor; por la noción de un mundo desaparecido para siempre, y por lo mismo irrecuperable. Un mundo para los recuerdos y los olvidos, un mundo que me dio la gracia de convivir con personas que, hoy me doy cuenta, parecen sacados de un libro de Tolkien o Michael Ende, que ya casi no existen. Pero también es el mundo en el que conocí a David Huerta, y a su sobrino, mi neigbor, el del corazón contiguo al mío: Iván Lombardo Huerta.
     Vivir cerca de tantos escritores, en plenos años sesenta, significó una aventura de claves y encuentros vitales que hasta hoy no han terminado. Cuando el niño que fui visitaba a su neigbor, Efraín, sentado a la mesa del comedor, nos acercaba su afecto con una sonrisa yo diría típica de su rostro; mientras tanto, David, Davo, salía con sus amigos al parque de la colonia. Entonces yo ignoraba que Davo era David Huerta, y que ya había publicado sus tres primeros libros: El jardín de la luz, de 1972; Cuaderno de noviembre, de 1976; y Huellas del civilizado, de 1977. Años más tarde, Cuaderno de noviembre sería uno de mis nueve libros de cabecera.
     Una pausa, no una ruptura, sobrevino a nuestra relación durante algunos años. Entonces tuve noticia de David a través de un libro que me obsequió un amigo de la escuela preparatoria: Versión, publicado en 1978, pero que llegó a mis manos hasta 1981. Tras la lectura de ese libro, David alcanzaba nuevas dimensiones para el muchacho que fui; en la parafernalia de la juventud, Davo se había convertido para mí en el Coloso de Micrós; era la única persona de carne y hueso que yo conociera que había escrito un libro, y además un gran libro. Ahora, en la parafernalia de la vida adulta, David sigue siendo para mí un Sen-Sei. El término proviene del budismo Zen, y más que aludir a un maestro, señala a alguien que ya ha estado ahí antes que nosotros. Si bien he publicado cuatro libros de poesía, a mis 43 años de edad no se me ha quitado esta noción certera de que David es un Sen-Sei, y que para mí sigue siendo el Coloso de Micrós.
     Años después, David y yo nos veíamos al menos una vez a la semana en casa de Efraín, que ahora era de Andrea Huerta, mi tía Andrea: consejera, aliada, señora solidaria y hermosa, donde también llegaba Eugenia Huerta, otra encarnación de bondad y risa fuera de un mundo cotidiano que comenzaba a serme hostil. En aquella casa de Micrós 61 conocí a Eduardo Lizalde, José de la Colina, Rafael López Castro y Rafael Doniz, Christopher Domínguez, Álvaro Quijano. La lista sería toda una sección blanca del directorio telefónico de la Villa de Ahome.
     Conservo el recuerdo de la noche en que Tania Huerta cumplió quince años. Fue celebrada con una fiesta espléndida en una casa de Las Águilas, donde una voz estentórea, de tenor, convocaba a los comensales a que partiéramos el pastel. David estaba ahí. David siempre estaba, siempre ha estado ahí, en mi vida. En la Segunda Colonia del Periodista, en los cafés de la Ciudad de México, en mis recuerdos, en las calles, en las casas de Andrea y de mi neigbor, en encuentros de poetas, en las lecciones y en las elecciones de la vida, en medio de la escritura de un verso: momento solitario en que la pluma se detiene, o es detenida, mientras la cabeza no puede evitar preguntarse qué diría David de este verso. David ahí, en mi vida, toda la vida, el Sen-Sei, el poeta, el Coloso de Micrós, el hombre, el muchacho que grita, que aplaude, ríe, se pone de pie porque el Atlante ha metido un gol.
     Si Cuaderno de noviembre fue una clave, digamos una clave de Sol —para jugar con la doble figura de la música y la revelación—, Incurable es el acorde, un acorde en multitud tonal y variadas cuadraturas, una ciudad de palabras. Pero para mí La sombra de los perros, de 1996, es la melodía que ata los acordes y los temas, melodía a un tiempo audible y secreta, la frase musical concreta, contundente. Historia, de 1990, ese gran baúl de poemas definitivos, es una segunda melodía en contrapunto, previamente compuesta, que aparece, da sentido, se retira, vuelve para decirnos otra frase de intensión sinfónica, y de nuevo se retrae, da paso a la canción dominante de La sombra de los perros.
     David Huerta, el poeta donador de una ética y de una poética, críptico, intimista, risueño, desgarrado, escritor para el pueblo; mordaz, celebratorio, tan natural en el lenguaje íntimo como obsesionado por las palabras y las cosas. David Huerta, el muchacho de la casa de al lado, este señor que yo admiro, que me sorprende, que me conmueve, que me deslumbra con cada nuevo libro que publica, como esta calle blanca, que viene a conjugar la sinfonía de su obra. La calle blanca, la calle Émile Richard, que parece un cuadro de Giorgio de Chirico. Todos somos las imágenes de esa calle blanca.

Presentación de La calle blanca, de David Huerta, durante la 6ª Feria del Libro de Los Mochis
Los Mochis, Sinaloa.
12 de noviembre de 2007.


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miércoles, 17 de octubre de 2007

Jeremías Marquines, Premio Nacional de Poesía 2007

La Guarida felicita al Poeta Jeremías Marquines por el merecido Premio Nacional de Poesía de los XV Juegos Trigales del Valle del Yaqui con su obra Bordes trashumantes.

Jeremías Marquines nació en Villahermosa, Tabasco, en 1968. Radica en el puerto de Acapulco. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el primer lugar en los Juegos Florales de Campeche, el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, el Premio de Poesía de Palizada de Campeche, y el Premio de Poesía Clemencia Isaura. Sus textos han aparecido en diversas publicaciones de circulación nacional y local.

Jeremías Marquines es uno de los poetas más lúcidos y audaces de su generación. Su exploración del lenguaje le ha merecido elogios pero también la crítica de las nuevas generaciones; sus temas de corte existencial revelan una búsqueda de lugar e identidad en el mundo.

Libros de poemas

El ojo es una alcándara de luz en los espejos. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 1996.
De más antes miraba los todos muertos. Gobierno del Estado de Chiapas, 1999.
Las formas del petirrojo. Universidad Autónoma del Edo. De México-Edit. La Tinta de Alcatraz, 2001.
Las formas de ser gris adentro. Edit. Praxis-Gobierno del estados de Tabasco, 2001.
Duros pensamientos zarpan al anochecer en barcos de hierro. Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2002.
Los frutos de la voz; coautor (ensayos sobre vida y obra de Carlos Pellicer), Fondo Editorial Tierra Adentro, México 1997.

Premios

2007 - Premio Nacional de Poesía de los XV Juegos Trigales del Valle del Yaqui
2003 - Premio Clemencia Isaura, Mazatlán, Sinaloa.
2000 - Premio José Carlos Becerra, Villahermosa, Tabasco
1999 - Premio Nacional de Poesía de Calkini, Campeche
1998 - Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines
1996 - Premio Nacional de Poesía, Efraín Huerta, Tampico, Tampico
1996 - Premio Regional de Poesía, Palizada, Campeche
1995 - Premio Nacional de Poesía y Cuento, de la Universidad de Occidente, Guasave, Sinaloa
1994 - Juegos Florales Nacionales de San Román, Campeche

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viernes, 12 de octubre de 2007

Cantos de venado, de Cosme Álvarez

Cantos de venado
de Cosme Álvarez
Conaculta-Difocur
México. 2007. 58 pp.

 La danza del Venado no sólo es un bailable; las palabras, o sería mejor decir: el conjuro que le acompaña, es parte indisoluble de la danza: sin uno no hay el otro.
Este libro es el primer capítulo de lo que aspira a ser una antología general de la poesía en Sinaloa; incluye textos de origen prehispánico del noroeste mexicano, nuevas versiones de los cantos yoremes que acompañan la danza, y da a conocer textos y traducciones en prosa escasamente difundidos.
Hasta hoy no existía un libro que reuniera el material asociado con los cantos de Venado. Más aún, muchos de los cantos y de los textos en prosa ni siquiera se conocen.

jueves, 11 de octubre de 2007

Doris Lessing, Premio Nobel de Literatura 2007

La Academia Sueca ha anunciado que la británica Doris Lessing ganó el Premio Nobel de Literatura 2007, el cual está dotado con 10 millones de coronas suecas (1,1 millones de euros o 1,5 millones de dólares), y se entregará junto al resto de los galardones el 10 de diciembre, aniversario de la muerte de su fundador, Alfred Nobel.

La Academia Sueca destacó la capacidad ética de la escritora para narrar la experiencia femenina y que "con escepticismo, pasión y poder visionario ha sometido a a una atenta mirada a una sociedad dividida".

BIOGRAFÍA

Doris Lessing (22 de octubre de 1919; Kermanshah, Irán). Ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2007 y del Príncipe de Asturias de las Letras en 2001.

Su padre, oficial del ejército británico, fue víctima de la Primera Guerra Mundial, donde sufrió graves amputaciones. Cuando contaba seis años de edad, su familia, atraída por las promesas de hacer fortuna cultivando maíz, tabaco y cereales, se trasladó a Rhodesia, una antigua colonia inglesa, hoy Zimbabwe, donde pasó su infancia y juventud.

Los recuerdos de esa época son ambivalentes, por un lado la educación estricta y severa de su madre, por otro, aquellos momentos en los que, en compañía de su hermano Henry, disfrutaba y descubría la naturaleza. También descubrió la discriminación racial.

En lucha constante con su madre, y deseando huir de su autoritarismo, Doris abandonó a los quince años sus estudios, mismos que prosiguió de manera autodidacta, y se puso a trabajar como auxiliar de clínica. Frustrada por los desengaños de algunas aventuras amorosas pasajeras, empieza a escribir sus primeras novelas plagadas de fantasmas. Pequeñas historias de las que vendió dos a unas revistas sudafricanas.

A los 18 años se va a Salisbury, donde trabaja como telefonista. En 1939, cuando tenía 19 años, se casó con un funcionario, Frank Wilson, con el que tuvo dos hijos. En 1943 se divorció y se unió a un grupo de ideas comunistas. En 1944 se casó, por segunda vez, con Gottfried Lessing, con el que tuvo su tercer hijo.

A los 36 años, junto con su hijo, vuelve a Londres e inicia su carrera como escritora. Un año después publicó su novela: Canta la hierba. Muy comprometida políticamente pierde, definitivamente, todas sus ilusiones abandonando el comunismo en 1954.

La obra de Doris Lessing tiene mucho de autobiografía, inspirándose en su experiencia africana, en su infancia, en sus desengaños sociales y políticos. Los temas plasmados en sus novelas se centran en los conflictos culturales, las flagrantes injusticias de la desigualdad racial, la contradicción entre la consciencia individual y el bien común.

En 1956, conocidas sus críticas constantes e implacables, se le prohibió la estancia en toda África del Sur y Rhodesia especialmente. En 1962 publica su novela más conocida, El cuaderno dorado, que la lanzó a la fama convirtiéndola en el icono de las reivindicaciones feministas. En 1995, con 66 años, regresa a África del Sur para visitar a su hija y a sus nietos y dar a conocer su autobiografía. Ironías de la historia, fue acogida con los brazos abiertos, cuando los temas que ella había tratado en sus obras habían sido la causa de su expulsión del país cuarenta años atrás.

Autora de más de cuarenta obras, y célebre desde la aparición, en 1950, de su primer libro Vencida por la sabana (Vaincue par la brousse), es considerada una escritora comprometida con las ideas liberales, pese a que ella nunca quiso dar ningún mensaje político en su obra. Doris Lessing, muy a su pesar, fue el icono de las causas marxistas, anticolonialistas, anti-segregacionistas y feministas.

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martes, 9 de octubre de 2007

Martín López Brie, Premio Nacional de Dramaturgia

Con la obra El crimen del hotel Palacio, nuestro amigo, el joven escritor Martín López Brie, ganó la novena edición del Premio Nacional Manuel Herrera de Dramaturgia 2007, convocado por autoridades culturales de Querétaro. La obra fue seleccionada entre 67 trabajos, procedentes del Distrito Federal, Guadalajara, Monterrey, Puebla, Toluca, San Cristóbal de las Casas, Ciudad Juárez, La Paz, Mexicali, Guanajuato, Cuernavaca, Tampico y Querétaro.

De acuerdo con el jurado, integrado por la investigadora especialista en teatro mexicano contemporáneo Francine A'ness, el crítico de teatro Fernando de Ita y el dramaturgo Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, el premio fue otorgado a López Brie "por su excelente factura dramatúrgica reflejada en un vertiginoso ritmo, un sólido manejo del lenguaje dialogado y un espléndido sentido del humor en lo verbal y lo visual".

El dramaturgo Martín López Brie nació en Buenos Aires, Argentina, en 1975, y vive en la Ciudad de México desde 1980. Estudió Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; como la mayoría de los creadores, dejó inconclusos los estudios para dedicarse al arte. Ha trabajado como ilustrador para varias editoriales y revistas; ha realizado dibujos y guiones para historietas independientes publicadas en España y en Internet; además de que ha participado como diseñador de vestuario en más de 20 puestas en escena de danza, teatro, ópera y performance.

Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la categoría de Jóvenes Creadores, en la emisión 2000-2001, año en que dirigió el performance "La feria de los portentos" , con textos de su autoría, sobre instalaciones de Helen Escobedo.

En 2004 apareció su obra Postales, dirigida por él mismo, y un año después ganó el Premio Nacional de Dramaturgia Joven " Gerardo Mancebo del Castillo ", con la obra " Orfico blues", recientemente escenificada en Querétaro, misma que fue publicada en el Fondo Editorial Tierra Adentro del Conaculta.

La comunidad de La Guarida celebra el reconocimiento otorgado a Martín López Brie.

miércoles, 18 de abril de 2007

La orfandad de una vocación incierta


por Jeremías Marquines



Si debemos aceptar que vivimos en sociedades marcadas por el desplazamiento, el movimiento, el intercambio, el tránsito; sujetas a lo provisional y en constante redefinición, es decir, sociedades y ciudadanos de las crisis de transición, entonces también debemos aceptar que la nuestra es una poesía de la incertidumbre, de la frustración, de la improvisación y de la debilidad espiritual como pérdida de la centralidad mítica. Abandonados de la fe y de la esperanza, lo que tenemos es una poesía que muestra, cada vez más, la orfandad de una vocación incierta.

Y sin embargo, no. Aunque parezca, no estoy hablando de la crisis de la poesía porque no existe tal cosa, en cuanto que la poesía es una crisis permanente que se nutre así misma: son las cosas y los sentimiento en eterno conflicto, el ser constantemente confrontado; la poesía es una crisis sucesiva y a la vez, un tiempo infinitamente vacío, en eso radica su perfección de lo eterno.

No obstante, sí hay una crisis, pero ésta, pienso, es una crisis estructural y de los procedimientos por los cual la poesía se manifiesta: las formas y los modos de expresión y la expresión misma, así como la extrema simplificación del lenguaje que raya en la torpeza, pero más allá de todo esto, la crisis –entendida ésta como estancamiento y retroceso, como mediocridad y podredumbre– la verdadera crisis es la del ser humano, la de su alma que se vulgariza; la de su cinismo que se revuelca alegremente en su estercolero, la mediocridad que abre en todas partes su flor amarga.

Ahora podemos repetir con Nietszche sin asombrarnos y sin ironía: “¡En qué mundo más extrañamente simplificado y falsificado vive la humanidad! (...) ¡Cuan claro, libre, fácil y sencillo hemos conseguido hacer todo cuanto nos rodea! (...) ¡Cuánto nos hemos esmerado para conservar intacta nuestra ignorancia, para lanzarnos en brazos de una libertad, de una despreocupación, de una imprudencia, de un entusiasmo y de una alegría de vivir casi inconcebibles, para gozar de la vida!”.

Hoy desconocemos casi mucho de todo de lo que sabemos y hacen falta también las palabras para nombrar las cosas que habitan al hondo de los huesos rotos de nuestro corazón, y hace falta también un cuerpo, porque sólo tenemos para andar el odio y nuestro sexo que deambula como una calamidad insomne a través de ventanas donde todas las cosas y nuestros sentimientos se parecen: tienen la misma monótona forma caer, y sin embargo, nos esmeramos: huérfanos de referentes y de la antigua centralidad mítica, tendemos redes para intercambiar la imagen convulsa de nuestro aburrimiento. Así es la crisis del hombre de la transición hacia ninguna parte. Así también es nuestra poesía, una poesía conciente del deterioro, del caos, de la incertidumbre y de la angustia pero todavía sin indignación.


Ajenidad de la escritura

Si partimos de la idea de que la poesía está compuesta de todo aquello que hablamos de nosotros mismos, de lo cercano y de lo lejano, de este mundo y del otro y de todos los mundos posibles que se vislumbran en lo que aún desconocemos, entonces sabremos por qué la poesía que hoy escribimos –por nuestra vivencia errática, por la imprecisión de sus reglas y por lo artificial de su funcionamiento–, se experimenta como la conciencia de un lugar incierto, una conciencia con muchas complicaciones para adaptarse a la vida cotidiana, para identificarse con sus lectores porque así es la vida que vivimos, incapaz de reconocerse con los otros. Una vida inmersa en “una virtualidad real que permite al hombre ser ajeno al mundo y a sus semejantes”.

Es esta ajenidad que persiste desde mediados de los ochenta lo que identifica a las nuevas emisiones de poetas en México; muchos, movidos por un desencanto, más virtual que real, prefieren refugiarse en la no problematización de la escritura poética; menosprecian al hombre y sus problemas y priorizan la exaltación de los objetos; el hedonismo de las cosas que cuestiona mitos y arquetipos y presenta como producto rigurosamente acabado un cuerpo poético pulcramente aguado, sin esqueleto. Para muchos es más importante escribir poemas sobre el reflejo que produce una cuchara o deliberar sobre una grieta en la pared que sobre los conflictos humanos donde la vida misma –que es también la poesía– y sus contradicciones grita. La que tenemos hoy es un poesía que no toma posición frente al mundo, es una poesía “políticamente correcta”, demasiado formal, tanto que apesta a cloroformo; en esta poesía no hay problemas porque nadie parece vivir, los temas en los que bucea y chapotea son, en la mayoría de las veces, mariconerías de un yo neurasténico y caprichoso.

Cuando el poeta abandona la conciencia de la individualidad colectiva, la poesía se refugia en la impaciencia y la incomprensión; en el solipsismo de un yo simplificado por el egoísmo, en cierto deliberado autismo. Entonces aparece una poesía donde “predomina el proceso sobre el objeto y el sujeto”, un materialismo poético extremo; una poesía que se agota en el tiempo inmóvil que respira, en el reflejo chinesco de los minimalismos, y en la superficialidad extravagante de las cosas que renombra.

Hay en esta poesía un “vaciamiento de la realidad tangible y, asimismo, de enunciados ideológicos de cualquier tipo”. Y si le buscamos un referente libresco, la clave la encontramos en La era del vacío (Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, de Gilles Lipovetsky; París, 1983): “Un espacio donde aparentemente nada destaca; todo se uniformiza en inevitable sucesión de arena, piedra y una que otra alimaña o animal solitario. Allí habita un individuo vaciado de realidad, atomizado, carente de lazos sociales, con la palabra a punto de volverse cero”.

Pero no debemos alarmarnos por tanta simplificación, mejor celebremos que tenemos una poesía que es el parámetro exacto de la mediocridad del tiempo que vivimos, donde todo –como señala el poeta Eduardo Espina– “incluso la poesía, sufre las trampas de una virtualidad real que permite al hombre ser ajeno al mundo y a sus semejantes. En ese ámbito de callado silencio, donde las cosas ahora son y ahora ya no, el olvido se convierte en desinterés y carencia de auditorio”.

En el mismo tono, el poeta colombiano Carlos Fajardo Fajardo también ha llamado la atención sobre los efectos de la tecnomodernidad en la escritura poética y escribe: “En tiempos de crisis y relajación vanguardista, la poesía posmoderna parece caminar hacia una búsqueda demasiada ambivalente, donde su compromiso con las ideas de exploración e indagación naufragan sobre una superficialidad extravagante y sin resultados altamente estéticos”.

Así, nuestra poesía no es más que el registro de un tipo de ser humano que se cae a pedazos porque no tiene referente alguno; la antigua ficción de la referencialidad mítica está perdida. La poesía –que es el reflejo íntimo del ser humano– vive las consecuencias de todos los derrumbes, vive el resultado de su propia acción desmitificadora que la dejó sin referentes. Sin conceptos que le permitan pasar de esta orilla fangosa donde lo inmediato es la nostalgia, lo retro, el desinterés, lo matérico. Añora –como Odiseo a sus dioses– las grandes estructuras de las que algún día habló Roland Barthes y a las que no puede volver por la ruta instantánea del ruido mediático donde balbucea, indolente, esquemas sin tino.


El tiempo que no es

“Yacemos detrás del tiempo y de los muros, yacemos llorando, yacemos asexuados y melancólicos frente a frente”, escribe el poeta Diego Bonilla pero a la vez también describe un tipo de sociedad, una especie de poeta y una nueva forma de entender y de percibir el tiempo.

Hay en este pequeño verso mucha enfermedad, asfixiante neurosis simplificación del asombro, inmovilismo y una apatía que raya en el cinismo, parece decir: “sí ya sé que nos está llevando la chingada pero mantenemos el entusiasmo”.

El tiempo al que hace mención Bonilla, es el mismo que descubrieron los poetas de principios de los 80 para acá, el tiempo que transcurre como “un elefante absorto”, que tiene sus pausas, “su pesantez de cuesta boca arriba”, es un tiempo artificial que se vacía en el onanismo de las cosas, hay en este tiempo una sucesión anulada, hay algo asexual en este tiempo. Es el tiempo que simplemente pasa y nada pasa.

El tiempo del verso citado es el tiempo que marca las pautas de la transición hacia ninguna parte, es una pausa entre dos derrumbes. El concepto de transición no es nada, ni siquiera se sabe si es un concepto o una idea, es una simple invención, un eufemismo emergente para evitar nombrar la perplejidad, el desencanto, ante una severa crisis del ser humano.

Si lo referimos en términos musicales, diríamos que este tiempo se parece a la música tardía de Beethoven que es el lazo de unión entre un alma envejecida y gastada, siempre a punto de deshacerse, y un alma futura, mucho más joven y que no acaba de llegar; es el doble resplandor de un duelo eterno.

Para hablar del amor hay que hablar de los amantes, así como para hablar de la poesía hay que entender el tiempo en el que crece. La poesía es sobre todo tiempo, es un pausa entre dos eternidades. Y como el tiempo, la poesía sólo tiene una realidad: la del instante. El instante por sí mismo tiene carácter trágico, es la soledad, y el instante que acaba de pasar es nuestra propia muerte. Todo esto lo sabemos pero ha sido desechado por los poetas; hoy el tiempo del poema no está marcado por el instante, sino por la inmediatez, eso es más rápido y más perecedero que el instante.

El instante, como ya dije, es una pausa, mientras que la inmediatez es una simplificación que anula el asombro. Si habremos de definir la inmediatez, el referente más cercano es el momento. El momento como lo inmediato no tiene pasado ni futuro, así, de la misma manera la poesía que escribimos, al no tener como fin la eternidad sino simplemente el tiempo, está condenada a pasar, “pues la determinación del tiempo es únicamente ésta: pasar”. En la actualidad, dice el peruano César Ángeles, “existe un manifiesto repliegue hacia las zonas más íntimas del individuo, que quiere echar lejos toda huella o resonancia del lenguaje referencial. Tendencia al abstracto, otra vez”. Este es el fin de nuestra triste y melancólica poesía asexuada.


La habitualidad

El poema sólo es tal cuando existe en lo inhabitual, sentencia Vicente Huidobro. Y es que en la actualidad el poema y el mismo proceso de creación se han transferido a la habitualidad. La habitualidad es la norma literal que practica una poesía donde nadie parece vivir, porque todo el mundo escribe. La habitualidad es también parte de ese gastado mecanicismo del proceso creativo y de la poesía, a tal grado que hoy resulta desafiante distinguir entre todas las voces de los que escriben, la voz del poeta y la potencia transmisora de la poesía.

El ensimismamiento y la monotonía de la poesía de los últimos años, es el resultado de la vanalización de la especulación artística y la trivialización de la vivencia colectiva, y del escaso interés por la reflexión de la dimensión histórica y estética presente; pero sobre todo, por la insustancialidad que como moda poética se nos presenta, en la que se descarga la responsabilidad epistemológica y vivífica únicamente en los artificios del lenguaje, olvidándose –como señala Eduardo Milán– que a veces un poema es también un hecho social comprometido con los hombres de todos los tiempos y no sólo con la cultura “asonante” del presente que todo lo empequeñece.

Hoy se va logrando uno de los grandes anhelos de los utopistas sociales: la democratización de la vida colectiva. Sin embargo, todos sabemos que la democratización siempre va precedida por la estandarización que todo lo vulgariza y convierte lo singular, en extremo habitual. No me detendré en los ejemplos pero si miran a su alrededor se darán cuenta que varios están coincidiendo hoy en modas, marcas y estilos y esta estandarización ha alcanzado en cierta forma a la escritura poética. Hoy cualquiera puede ser escritor, sólo basta suscribirse a una cofradía, a un taller o estudiar una licenciatura en letras para convertirse en novelista o poeta de facto; lo que sigue es fácil, sólo hay que hacerse de uno o dos conocidos con cierto renombre y las publicaciones y las becas llegan rápido. Con esto no estoy cuestionando la existencia de los talleres. Lo que estoy diciendo es que hay una vanalización, un facilismo, una falta de rigor y de respeto por el oficio, y también una ausencia casi total de crítica literaria.

De todos es sabido que la ausencia de crítica engendra monstruos, quimeras o cosas, de eso está hecha hoy nuestra poesía. En México la critica de la poesía está abandonada y los criterios pervertidos por el cuatachismo cofrade. Lo poco que se publica en los escasísimos suplemento literarios es mierda, reseñas, comentarios, las mayorías de la veces viciados por filias y fobias, o en su defecto, inmensos folletones de arqueología literaria que cada año saca del panteón a los mismos personajes para presentarlos correctamente maquillados y afeitados en la página principal del medio.

En México los criterios de la crítica son infalibles: el mejor poeta es el poeta muerto o el que ya tiene cáncer terminal, los poetas vivos y jóvenes sólo interesan cuando son cuates, cuando no, que se chinguen, en eso nada ha cambiado y por eso tenemos poetas mediocres sobrevaluados y exclusiones injustificadas. Sin embargo, “si se trata de diferenciarse de prácticas, ideas y emociones consagradas y ya caducas, la mejor manera es fundando prácticas, ideas y emociones de otro tipo, tanto en la creación como en la crítica. Es decir, confrontando una posición con otra; más allá de cofradías particulares, grupales o mal llamadas generacionales”.

En México como en todas partes, la poesía ha abandonado a sus lectores de carne y hueso con los que no se identifica, por lo que tiende cada vez más a lectores en abstracto y se ha convertido –quiérase o no– en el privilegio de unos pocos, y los pocos que además son poetas, tienden a su vez a aislarse, a formar sociedades, grupos y grupúsculos con el consiguiente peligro de la autocomplacencia que trae el aislarse del flujo de la vida, hacer poesía sobre poesía, transformarse en una especie de secta de intercambio filatélico o numismático, con la diferencia que aquí se trata de versos, proclives al mutuo elogio, la mutua propaganda, la exclusión meramente epidérmica de quienes no pertenecen al grupo. Es necesaria una apertura que airee un poco nuestro encerrado ambiente.

Así pues, a nuestros poetas y a nuestra poesía no le caería mal una dosis de autocrítica para sentar la diferencia con el pasado y abrir o consolidar nuevos caminos. Asimismo, es la crítica la que debe responder si existe realmente –en México de estos últimos años–, una posición nueva ante la literatura y ante la vida misma que se diferencie, en esencia, de la consagrada en el período de los 60 y 70. Es la crítica la que a final de cuentas debe poner un dique a la trivialización de la especulación poética de los últimos años. Es la que debe distinguir, entre todas las voces de los que escriben, la voz del poeta y la potencia transmisora de la poesía.

En resumen, hay en México mucha oferta de poesía y poca demanda crítica, y como sabemos: mucha oferta sin receptores satura el mercado y empobrece el producto. Y hay que ver qué tan malo o bueno es el producto poético que estamos ofreciendo.

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martes, 27 de marzo de 2007

Beatles

Por Juan Cristóbal Álvarez


El surgimiento inesperado e impetuoso del rock —en su primitiva forma inicial de rocanrol— en las ciudades industriales de la posguerra, fue y significó desde luego mucho más que la moda pasajera de «un ritmo más»; fue la aparición detonante —encarnada tan magnífica y señaladamente por Elvis Presley— del primero de la serie de impredecibles y subversivos fenómenos sociales y artísticos que, protagonizados o apoyados directamente por la juventud, sacudieron los moldes y pautas culturales predominantes del mundo occidental a medidos del siglo xx. Y aunque el orden establecido no tardó mucho en medio absorber y templar pasajeramente la desencadenada fuerza vital, teñida pronto e irremediablemente de violencia, de este primer estallido, sólo musical todavía, de la insubordinación juvenil, la segunda e igualmente inesperada irrupción de esta música —lo que prueba hasta qué punto era ya trascendente y capaz de representar la profunda e instintiva rebeldía de los jóvenes— provino del otro lado del Atlántico, de Liverpool, encarnada en una forma todavía más explosiva, fascinante y creadora por los Beatles.

A partir de entonces el rock, que como fenómeno social rebasó con mucho el ámbito estrictamente musical y vive hoy, cristalizado para siempre en torno de sus creadores y principales impulsores, en la memoria colectiva de al menos cuatro generaciones del mundo entero, ha cumplido ya 40 años de haberse convertido no sólo, como escribió el gran músico de vanguardia Ned Rorem, en «la música de mayor grado de comunicación de nuestro tiempo», sino probablemente en la música más trascendente de todos los tiempos.

Aquellos a quienes les tocó de jóvenes la aparición de los Beatles, no podrán olvidar la honda impresión que les produjo no sólo escuchar por vez primera sino vivir durante años la magia indefinible y el poder transfigurador de su música; una música que en alguna forma devolvía otra vez la vida, la frescura, la riqueza emocional y la calidez naturales de la vida al mundo circundante; una música que si bien era ya hecha por jóvenes para los jóvenes, conmovió no sólo a éstos sino a la gente inteligente de todo el mundo. Hasta Jorge Luis Borges, aquí en Latinoamérica, declaró alguna vez que «una bella canción» de los Beatles lo había hecho llorar. Esta canción era «Yesterday». Y Ned Rorem, que por entonces no era de ningún modo un jovencito sino, junto con Paul Bowles y otros, parte del grupo de músicos de vanguardia más importante de los Estados Unidos, escribió en 1968 de sí mismo y de sus colegas que «en vez de asistir a conciertos de música clásica o a sus propios recitales vanguardistas, se quedan en sus casas poniendo discos: están reaccionando otra vez, finalmente, a algo que ya no encuentran en los conciertos. ¿Reaccionan a qué? A los Beatles, claro. Los Beatles, cuya aparición probó ser uno de los acontecimientos más saludables en la música desde 1950, un hecho que nadie con sensibilidad pudo dejar de sentir en algún grado. Por ‘saludable’ quiero decir vivo e inspirado —dos adjetivos hace tiempo fuera de uso. Por ‘música’ incluyo no sólo las zonas generales del jazz, sino esas expresiones inherentes a las categorías de la música de cámara, la ópera o la sinfónica: en resumen, toda la música. Y por ‘sensible’ entiendo no tanto la habilidad cultivada para escuchar de la elite de Amantes de la Música como el juicio instintivo... Mis colegas y yo hemos sido arrebatados felizmente de una larga siesta antiséptica por la energía del rock, principalmente la encarnada en los Beatles. Naturalmente, mi curiosidad por esa energía ha crecido. ¿Cuáles son sus orígenes? ¿Qué necesidad llena?»

Con seguridad Rorem tenía presente, al formular estas preguntas, no sólo el rocanrol —la explosiva fusión de las corrientes principales de la música popular estadounidense—, sino también el que la irrupción de los Beatles se produjera literalmente en el seno de una sociedad o, mejor dicho, de una tradición cultural hipócritamente moralista, represiva, conformista y esencialmente violenta que había negado la existencia del cuerpo, de la sexualidad y, con ellos, del goce y de todos los sentimientos y emociones que no estuvieran sancionados y manejablemente definidos y objetivados socialmente, y cuyas manifestaciones artísticas eran expresión más o menos artificial de esta situación. De modo que fue John Lennon, claro está, el primero que dio la más concisa y sustanciosa respuesta a las preguntas formuladas por Rorem: «El rocanrol era la única cosa importante de todo lo que sucedía cuando yo tenía quince años. El rocanrol era real, todo lo demás era irreal.» Y Brian Wilson, el líder de los Beach Boys y, si hemos de ser justos, uno de los cuatro talentosísimos creadores del rock, nos dice: «La vieja idea que se hacía del arte parecía artificial a la mayoría de los estadounidenses. Era inevitable que creáramos un arte nuevo, que nos pareciera natural.»

Pero fue quizá Eldridge Cleaver, el gran escritor, líder e ideólogo de las Panteras Negras, el primero que intentó definir con exactitud la causa, el proceso y el efecto de la nueva música sobre la cultura estadounidense: «Fue un cohete teledirigido, lanzado del pleno gueto en el corazón de suburbia. Dio a los blancos la posibilidad de reclamar de vuelta sus cuerpos, después de generaciones de existencia enajenada e incorpórea. Los Beatles ignoraban el cuerpo en el plano visual, mientras su música, al contrario, estaba llena de cuerpo. Para los aficionados a los Beatles, enajenados de sus cuerpos tan profundamente y por tanto tiempo, el efecto de esos ritmos eróticos tan potentes es eléctrico. En esta música, el negro proyectó, casi sacado como pus de una llaga, una poderosa sensibilidad, su dolor y su deseo, su amor y su odio, su ambición y su desesperación... Los Beatles, los cuatro muchachos melenudos de Liverpool, ofrecían como su dádiva el cuerpo del negro, y al hacerlo establecían una comunicación rítmica entre el oyente y su propia mente y cuerpo.»

Esta opinión de Cleaver es por supuesto la verdad, aunque en lo relativo a los Beatles, es sólo una verdad parcial, una media verdad. Claro que también en la música del célebre cuarteto había dolor y tristeza, pero en ellos era un dolor dejado resueltamente de lado en aras de una más plena e instintiva entrega a Eros, a la libertad más espontáneamente profunda, total, gozosa e impredecible de Eros. La música de los Beatles era en sí una realidad positiva: decidida y genuinamente alegre, sensual, a veces desenfadada y revolucionariamente ingenua pero siempre muy bien hecha y, a la vez, tremendamente energética, más que la de cualquier rocanrolero de los años cincuenta, como lo prueba «I’m Down», que, grabada en 1964, casi recuerda la pesada y maravillosa energía de «Helter Skelter»; pero en su música, que era apolínea y dionisiaca en un perfecto balanceo, no había odio; no eran violentos, agresivos ni, al menos no primordialmente, tristes, aunque desde luego sí podían ser bastante irónicos y críticos. Ya en La Caverna cantaban, por ejemplo, ese blues mordaz «You’ve Really Got a Hold on Me», incluido en su primer LP inglés With The Beatles.

Pero volviendo a Eros y al principio del placer, que fueron los términos psicoanalíticos favoritos del movimiento contracultural sesentero, Marcuse define así esta fundamental realidad del ser humano: «Orfeo y Narciso (como Dionisos, con quien están emparentados) no se han convertido en héroes culturales del mundo occidental, su imagen es la de la alegría y plena fruición, la voz que no manda, sino que canta; el gesto que ofrece y recibe; el acto que es paz y termina con las labores de conquista; la liberación del tiempo que une al hombre con Dios, al hombre con la naturaleza». Y es aquí, en esta cualidad viva, erótica e inteligente de su música, donde hay que buscar la única explicación satisfactoria del efecto mágico, la frescura, el vigor y, desde luego, la popularidad sin precedentes de los Beatles. Una fama que movió a un John Lennon extrañado y seguramente abrumado a hacer una declaración que se volvió célebre por el revuelo internacional que causó: «Somos más populares que Cristo».

Con todo y con eso, Luciano Berio, el gran músico italiano, intentó explicar la «beatlemanía» señalando que uno de los aspectos más constantes de la música estadounidense es su carácter híbrido, y su ardiente y difuso deseo de una historia, de una genealogía identificable que podía tal vez hallarse en otras partes del mundo. «No deja de ser significativo —afirmó Berio en su ensayo ‘Comentarios sobre el rock’— que incluso en nuestros días el fenómeno del rock (cuyos ingredientes fueron preparados en el crisol de la música popular norteamericana) haya tenido necesidad de un grupo inglés para su explosivo surgimiento: los Beatles». Ned Rorem, en cambio, ante el hecho obvio de que la beatlemanía era un fenómeno mundial, opina con más acierto lo siguiente: «¿Por qué los Beatles —quienes parecen haber sido lo mejor de lo bueno— han brotado de Liverpool? ¿Será cierto, como sugirió Nat Hentoff, que ellos ‘devolvieron a millones de adolescentes lo que había estado doliendo aquí todo el tiempo... pero los jóvenes nunca lo habían querido crudo, así que lo absorbieron a través del filtro británico?’ ¿En verdad duelen los Beatles?» Y tras señalar que también Susan Sontag pensaba que la nueva sensibilidad —es decir, los compositores modernos como Pierre Bolulez— daba limitada atención al placer, que denigraba el gusto de la música, el querer su corporeidad, Rorem insiste que esto último es el meollo de la contagiosa expresión musical de los Beatles. Así, «que lo mejor de esas pandillas haya venido de Inglaterra no es importante: pudieron venir de Arkansas. El mundo de los Beatles es sólo otra parte del academismo internacional indiferenciado donde la apuesta es ser Mejor más que Diferente. Me parece que su atractivo tiene poco que ver con ‘lo que había estado doliendo aquí’, sino al contrario: con el goce. Y seguramente esa expresión, por la mera atemporalidad espontánea de su naturaleza, es algo que Sontag debe aprobar. Los Beatles han sido antídoto contra la nueva (léase ‘vieja’) sensibilidad y los intelectuales se pueden permitir aceptar, sin caer en desgracia, que les gusta esa música... Los Beatles son buenos a pesar de que todos saben que son buenos, por ejemplo, a pesar de las demandas de los de Menos de Treinta acerca de que llenaron una nueva necesidad sociológica como los Derechos Humanos y el LSD. Nuestra necesidad de ellos no ha sido sociológica ni nueva, sino artística y vieja, especialmente una renovación, una renovación del placer.»

Pero aunque en nuestra opinión tanto Rorem como Hentoff y Berio tienen algo de razón, sus afirmaciones no explican cabalmente todo lo que diferenció el rock —el nuevo y multilateral lenguaje creado por los Beatles, Brian Wilson y Bob Dylan, y que adquirió un peso nuevo, una resonancia y un alcance universales con la aparición del Sgt. Pepper— del primitivo rocanrol. En realidad fue este último, como apuntó Eldridge Cleaver, lo que devolvió frenéticamente el cuerpo a una generación que sin embargo fue también —a despecho de la violencia intelectualmente ciega que engendró a los llamados «rebeldes sin causa»— conformista; a una generación que no cuestionó en absoluto los valores sociales heredados y que, por lo mismo, fue llamada «la generación silenciosa», por mucho que en ella figuren, a título de símbolos, Elvis y James Dean. A la sazón, los únicos jóvenes blancos de veras contestatarios en los Estados Unidos eran una minoría desencantada y automarginada del American way of life: los hip o hipsters (el término hippie es una significativa derivación de hip), cuyos miembros más célebres y representativos fueron los jóvenes escritores y poetas que constituyeron la Generación Beat. Y aunque la música de estos jóvenes era todavía el jazz —el jazz de Charlie Parker y de sus seguidores—, Jack Kerouak escribe en En el camino, la novela-manifiesto de esta generación, algo que también explica, entre otras cosas, la posterior fascinación que el rock —una música que desde la aparición de los Beatles fue creada por los propios jóvenes para los jóvenes— ejerció sobre millones de muchachos en los años sesenta: «Me gustaría ser negro, pues siento que lo mejor que me ofrece el mundo blanco no es suficiente éxtasis para mí, ni suficiente vida, alegría, emoción, oscuridad, música, noche. Me gustaría ser un mexicano en Denver o hasta un pobre japonés muerto de trabajo, todo menos aquello que tan áridamente era yo, un hombre blanco, desilusionado.»

Pero en su mayoría, la «generación silenciosa» nunca rompió con los valores culturales y sociales de sus padres, pese a que su talante agresivo y machista, aunque sexualmente liberador, se manifestaba asimismo en el ritual salvaje y erótico que desde sus inicios dieron al rock algunos de sus principales ejecutantes, como Elvis y Jerry Lee Lewis. Además, aparte el hecho de que el jazz, según nos dice Luciano Berio, había pagado ya al establishment un tributo más pasivo cada vez, convirtiéndose en «una forma de actividad musical casi sin ideología y sin una reconocible relación con el comportamiento social», debemos recordar asimismo que el rocanrol, ya en 1957, había semidesaparecido. Fue de hecho por entonces cuando músicos como Harry Bellafonte y Chubby Checker, o los Orioles y los Platters, hicieron su respetable aunque no del todo anodina aparición. Roberto Muggiati nos dice al respecto en su libro El grito y el mito: «Lo que había de sensibilidad y creatividad en las canciones de músicos como Chuck Berry se diluyó en una sucesión de ‘novedades’ en materia de danzas y ritmos: el calipso, el twist, el watusi, el jerk, etc. Esa ‘comercialización’, ese amortiguamiento del fuego del rock repercute en los propios artistas negros, cuando la prosperidad de la Era de Eisenhower promueve la ascensión de una clase media negra que se pretende ‘respetable’ y psicológicamente blanqueada.» Y Muggiati nos recuerda que fue también un negro, un obrero llamado Berry Gordy Jr., quien, aprovechándose del nuevo «sonido», fundó en Detroit —la «Motor Town»— una al principio temeraria pero luego muy poderosa empresa disquera: la Motown. «Manipulando la música como cualquier producto industrial —nos dice Muggiati—, Gordy atendía a blancos y negros, presentando a unos y otros una imagen idealizada del negro». Y de hecho, aunque lo que dice Muggiati no es del todo justo, o sólo una verdad a medias –Smokey Robinson, los Temptations y las Supremes no eran para nada el fenómeno insustancial que Muggiati pretende—, y aunque el sonido Motown fue, según admite el propio Muggiati, una influencia importante en la segunda gran explosión de la música joven: el rock de los Beatles, también es verdad que cuando el cuarteto de Liverpool hizo su fantástica y sensacional aparición en los Estados Unidos en 1964, la canción que significativamente había alcanzado el primer lugar de popularidad en ese país era la melosa «Spanish Harlem». De modo que el ímpetu y la seducción vibrantes de este segundo estallido fue ya tan irresistible y arrollador que, como escribió un crítico de la época, sólo James Brown fue capaz de sobrevivir a él. Pero, desde luego, también los Beach Boys y, por supuesto, Bob Dylan sobrevivieron; y no sólo sobrevivieron, sino que contribuyeron con los Beatles a prender la mecha que dio inicio al explosivo, complejo y todavía inexplicado fenómeno social, contracultural y artístico, pleno de afán de creación y de motivos de rebeldía, que fueron los años sesenta en el mundo occidental.

Uno de los aspectos nuevos y más inmediatamente llamativos —nuevos incluso respecto de Little Richard— de la música de los Beatles era esa clase de más suelta y eufórica energía vital que solía culminar en gritos. Vale la pena detenerse un poco en esto. Para Muggiati, por ejemplo, el extraño silencio de la generación de los cincuenta fue roto ya por la sola explosión vocal de los Beatles y Bob Dylan. Y ciertamente fueron ellos, junto con los Beach Boys, los que terminaron de imponer, cada uno a su modo, esa breve aunque sólida palabra de múltiples significados: ROCK. «Desde el grito rústico de las plantaciones del sur —nos dice Muggiati— hasta el rock electrónico de 1970, hay una espina dorsal continua. La voz humana resurge después de un largo silencio.» Y Luciano Berio alude también a este provocador aspecto del rock, a «lo natural, la espontaneidad y la multitud de las emisiones vocales. Casi siempre la voz grita, es cierto, pero cada quien grita a su manera, sin afectación.» Pero si bien es cierto que el rock surgió con el grito de rebelión de una nueva generación, también lo es que ese grito —quizá tan antiguo como la aparición de los esclavos negros en América y recuperado en una forma tan genuina y punzante por Aretha Franklin y Janis Joplin— estaba ligado al ritmo profundo, más orgánicamente profundo, gozoso y natural de Eros: al beat, término que forma parte del nombre del grupo de rock más significativo de la historia: los Beatles. Fue de hecho contra el ritmo —y no, como ocurrió años antes con Elvis—, contra la manera de moverse de los Beatles, que reaccionó violentamente el establishment. El doctor Calvin Seerveld, profesor de teología del Trinity College de Chicago, escribió esto en 1964: «El ritmo de la canción «A Hard Day’s Night», es sólo una siniestra expresión de la más honda voluptuosidad.» Y una opinión todavía más significativa fue la expresada por el entonces diputado republicano James B. Utt: «Los Beatles usan técnicas pavlovianas para producir neurosis artificiales en nuestros jóvenes. Experimentos serios sobre hipnosis y ritmo mostraron que la música de rock conduce a una destrucción del mecanismo inhibitorio normal del córtex cerebral y permite una fácil aceptación de la inmoralidad, así como el desprecio de todas las normas morales.»

Pero, desde luego, el «nuevo sonido» no se reducía a esto. Los jóvenes de los sesenta no sólo comenzaron a desarrollar una conciencia crítica y a expresarla en un lenguaje más y más poético, sino que su música, liberada por los Beatles y los Beach Boys de su rígido y limitado corsé armónico y rítmico, se volvió un arte más abierto y dinámico, más inclusivo y, debido al impulso ineludible de los Beatles, altamente creador, hasta que terminó englobando una diversidad de estilos y de recursos de inagotable originalidad. Ya en plena década de los sesenta, y ante la impresionante e insólita creatividad de la nueva música hecha por los jóvenes blancos, el famoso discjockey negro Roland Young manifestó: «La música negra se deja influir mucho ahora por el rock. La música negra y la blanca están actuando una sobre otra. Hasta cierto momento, era sólo una influencia en sentido único. La música negra penetraba totalmente en la música blanca... Mas creo que álbumes como el Rubber Soul ayudaron a poner los cimientos de aquella interacción.»

Otro aspecto significativo del rock fue su relativa pero reveladora disociación del baile. Se sabe que, desde un principio, los Beatles decidieron «no moverse» en el escenario. Y que esta decisión se volvió la norma para todos los grupos de la «ola inglesa», incluidos los Rolling Stones de los primeros tiempos. Al respecto, Muggiati escribió que en la nueva música de los jóvenes «el ritmo continuó pulsando interiormente, vigoroso como nunca, pero por eso mismo haciendo innecesaria la expansión física en forma de danza». Esto, claro, no es del todo cierto; pero sí lo es que la música de los Beatles —y el rock en general—, aunque nunca dejó de bailarse, se convirtió gradual y primordialmente en una música para ser oída, sentida, meditada; en un arte a la vez musical y poético cuyo gran ímpetu creador, además de llevarlo a incursionar en el teatro y el cine, se resolvió en tantas facetas como grupos, cantantes y ejecutantes hubo. En lo referente a esto, Berio insiste en que el rock debe ser considerado, no como una continuación modificada del rocanrol, sino como un homenaje a las fuerzas liberadoras del eclecticismo, de lo cual también los Beatles fueron, desde luego, los principales responsables. Para Berio «el eclecticismo musical que caracteriza la fenomenología del rock no es un impulso fragmentario de la imitación; no tiene nada que hacer con los residuos desechados de las formas rígidas y estereotipadas –que todavía son identificables como el rock and roll. Antes bien está dictado por una tendencia a la inclusividad..., a la integración de una idea de una multiplicidad de tradición. Con excepción del beat, todos los aspectos musicales parecen suficientemente abiertos para permitir toda posible incursión de influencias y eventos... La inclusividad del rock guarda una relación conexa a la ausencia de una estructura preconstituida... De esta tendencia a aceptar la realidad de las cosas tal como es, deriva cierto carácter épico de los mejores ejemplos del rock.»

En cuanto a la asombrosa capacidad creadora de los Beatles, Ned Rorem observa que «el mismo público, cuando discute a los Beatles, no lo hace relacionándolos con otros, sino relacionándolos con aspectos de ellos mismos, como si fueran la definición autocontenida de todo un movimiento, o como si en su breve carrera hubieran, como Picasso o Stravinsky, rebasado todo y atravesado por varios ‘períodos’. Por ejemplo, no había terminado de aparecer el álbum del Sargento Pimienta cuando palpitantes razonamientos se cruzaban sobre si era inferior a sus álbumes anteriores Revolver o Rubber Soul. Los Beatles, por así decir, se han autoengendrado.»

Desde el pleno aprovechamiento de la amplificación electrónica y la utilización de instrumentos que iban de la pandereta al sitar hindú y los instrumentos de concierto, el rock utilizó, como bien dice Muggiati, «todos los recursos musicales a su disposición, sin ningún prejuicio o jerarquía. Se hizo un arte abierto... La gama instrumental del rock abarca hoy desde los objetos más vistosos del skiffle hasta los recursos más avanzados de la música electrónica.»

Otra aportación de los Beatles fue la creación del studio-rock, es decir, el empleo de los «trucos de estudio» como un nuevo instrumento. Ya desde el Rubber Soul, pero sobre todo con el Sgt. Pepper, los Beatles, que siempre fueron los primeros en todo, no vacilaron en hacer con buen instinto un uso deliberado, inteligente y desde luego creador de todos los recursos que la grabación de estudio ponía a su disposición. Estas innovaciones y posibilidades técnicas, y la relación del grupo con la música de vanguardia, hicieron posibles nuevas contribuciones de los Beatles al rock: «Revolutión No. 9», los dos álbumes concretos de Lennon y Yoko (Two Virgins y Life With the Lions), el álbum electrónico de George Harrison (Electronic Music) y el primer álbum de Paul McCartney.

Pero esto último es más bien secundario; lo esencial e importante de los Beatles era y es su música. Los Beatles casi siempre fueron muy buenos, sorprendentes y, de modo infalible, conmovedores —para el que esto escribe, «Yes It Is»«Ticket to Ride»«Yesterday» y tantas otras canciones emocionantes y memorables, son tan perdurablemente buenas como cualquier otra cosa que haya hecho el grupo. Pero, con todo, la sensación de sorpresa y de maravilla nunca fue tan viva, tan honda y, por así decirlo, tan épica como la que los Beatles causaron ya mediada la década de 1960. Quiero decir que en 1966 el de pronto ya incalculable y maduro afán creador y la por entonces abrumadora superioridad de los Beatles, se hicieron sentir como nunca antes con la aparición del Revolver y, sólo unos meses después, en 1967, del Sgt. Pepper y, ese mismo año, del Magical Mistery Tour. No hace falta decir que en estos tres discos el grupo alcanzó lo que sería el largo apogeo de su nuevo lenguaje (apogeo que no declinó sino con la disolución del grupo en 1970) y, muy probablemente, con el Revolver y el Sgt. Pepper, la cumbre de todo el rock. Pero si este momento culminante de su arte y de sus logros fecundó, enriqueció y dejó su honda impronta en todas las manifestaciones artísticas de la contracultura, fue a su vez la expresión más elocuente y cabal de las preocupaciones y los temas más importantes de ésta. Desde el Rubber Soul hasta el «álbum blanco», encontramos las más exquisitas o juguetonas y aun surrealistas alusiones poéticas y musicales a «la multitud solitaria», al autómata condicionado que es el hombre «normal» de las grandes ciudades modernas, a la imperiosa necesidad de liberar la propia mente, etc. Pero fue sobre todo a partir de ese impresionante despliegue de talento musical y poético asociado a los más diversos estilos y recursos musicales que fue el Revolver, que los Beatles señalaron prácticamente todos los rumbos que tomaría el rock en adelante. De hecho, en ese disco no sólo están «Here, There and Everywhere», «Eleanor Rigby» y «For No One», o la primera canción de influencia hindú de George Harrison; también se encuentra ahí el primer rock psicodélico («Tomorrow Never Knows») y la primera banda que usó metales (en esa maravilla originalísima que es «Got to Get You Into My Life»). Y si Rubber Soul y Revolver fueron los primeros LP, en toda la historia de la música popular, concebidos como tales, es decir, como un todo con cierta definida personalidad propia que englobaba y trascendía las canciones individuales, el Sargento Pimienta fue de plano proyectado y realizado sobre la marcha como una obra, como un compendio fascinante y monolítico de una gran variedad de elementos que eran ya, al mismo tiempo, la triunfal manifestación creadora de los rasgos distintivos del grupo —diversidad ecléctica de estilos musicales, audacia e infalible instinto en el juego creativo, sentido del humor, ironía y surrealismo poético en la exposición de algunos de los temas palpitantes de la época, pero también de problemas cotidianos y de las soluciones contraculturales, y canciones de tal manera originales que, como sugirió Rorem, parecían sacadas de la nada—; una síntesis maravillosamente fresca y a ratos genial que presenta, con ese invariable sentido del juego que caracterizaba a los Beatles, rasgos de sinfonía o de suite.

En cuanto a la parte que le corresponde a la poesía en la obra de los Beatles y en el rock en general, Allen Ginsberg, el más famoso de los poetas beat, hizo en 1970 esta concisa y entusiasta declaración: «La poesía en sentido tradicional se acabó, ya nadie se sienta a leer en una poltrona en la sala de estar. El rock es la nueva poesía, con los Beatles de ‘I Am the Walrus’ y las letras de Bob Dylan.» Pero también otras capacidades latentes del rock, aunque rara vez fueron debidamente aprovechadas, no tardaron en manifestarse al ser trasladadas a los lenguajes propios de las artes plásticas, el teatro y, por supuesto, el cine. Pero si The Last Waltz, de Martin Scorsese y, sobre todo, Simpatía por el diablo, de Jean-Luc Godard, son excelentes ejemplos de la relación íntima que buscó entablar el cine con el extremoso clima del rock, El submarino amarillo, la película de dibujos animados de George Dunning que presenta a los Beatles en calidad de personajes míticos, es con seguridad, como piensa Roberto Muggiati, «la gran síntesis audiovisual que quedará como un verdadero rayos X de la mente de la Nación Woodstock».

Pero con todo esto, ya en 1969 la original frescura idealista y en general todo el confuso y abigarrado fenómeno de la contracultura —en el que terminaron mezclándose las tendencias políticas más radicales con el repudio igualmente radical de toda forma de lucha por el poder político; una gran variedad de sectas religiosas «orientales», la astrología y la más desenfadada libertad sexual con los aspectos más pablianos, violentos y apocalípticos de las tradiciones religiosas occidentales— comenzó a dar visibles muestras de fatiga y degeneración, revelando así su inmadurez, su falta de auténtica seriedad, de verdadera hondura en las intenciones; en unos pocos años los jóvenes dejaron de serlo, y el lado oscuro del rock comenzó a hacerse sentir y a predominar en el escenario: Altamont, el gran festival de rock que, a fines de 1969 y con la participación de los Stones y de Jefferson Airplane, fue el reverso de la medalla de Woodstock, pues en su atmósfera de violencia hubo cuatro muertes, una de ellas la de un negro apuñalado por los Hell’s Angels frente a las cámaras; las muertes de Hendrix, Janis y Morrison; la aparición de los hippies y de los grupos de rock capitalistas y, con ellos, del superstar system; el surgimiento de ese «machismo al revés» que fueron las groupies y que terminó de desenmascarar la violencia antimujer que caracterizó en gran medida la energía del rock y a los roqueros; la disolución de los Beatles y, junto con la célebre entrevista que John Lennon concedió a la revista Rolling Stone en enero de 1971, la aparición del primer LP del ex Beatle como solista; un disco que sin dejar de ser, más que nunca en toda la historia del rock, una invitación a la revolución total, por dentro y por fuera, incluye, entre otras muchas cosas significativas, el igualmente célebre y lapidario anuncio del creador del rock: «Dream is over» (El sueño ha terminado). «En el fondo —le dijo Lennon al director de la Rolling Stone— las cosas no han cambiado. Nos hemos vestido ropas que tienen más aparato y colorido, y hay mucha gente melenuda por ahí. Hemos hecho lo que nos mandaron hacer. Los mismos pillos controlan las cosas, las mismas personas mandan en todo... ¡Se acabó el sueño! Con esto quiero decir que toda esa euforia de ‘poder joven’, el mito de la nueva generación, se fue por fin.»

Y si bien es verdad que en su primer disco, para Yoko «el más importante de toda la historia del rock», John Lennon incluye «Working Class Hero» y «Love», también lo es que la canción «God», esa letanía impía en la que Lennon enumera todo aquello en lo que ya no cree (Jesús incluido), termina diciendo: «I just belive in me/ Yoko and me/ and that’s the reality» («Sólo creo en mí, en Yoko y en mí. Sólo eso es real»). Frase que no sólo significaba implícitamente la decidida recuperación de la relación hombre-mujer, sino sobre todo, como él mismo lo aclaró más tarde: «hazlo por ti mismo».

En este su primer disco, Lennon realiza de plano algo increíble, lo inaudito: comunicar al rock un tono o, mejor dicho, una atmósfera de extrema y luctuosa austeridad. Es en realidad todo el disco el que se inicia con ese funesto doble de campanas cuyas resonancias dan cuerpo a ese primer y hondamente soterrado lamento común: «Mother», y que no se extinguen sino con las últimas palabras del disco: «Dream is over»; ese doble de campanas que, en el curso de todo el disco, obliga al rock a emitir su grito más abarcador y universal: una muy profunda y amarga denuncia total del establishment y de la trágica experiencia de la vida en el siglo xx. Pero, con todo, el mensaje o propósito fundamental del disco es el de exhortarnos a no escapar del dolor, a permanecer en la realidad, a comprenderla, traspasarla y disolverla mediante el propio y honesto esfuerzo, a fin de dar paso, ya sin miedo, a la auténtica realidad: el amor.

Otro dato significativo, ya en la década de 1970, es el de la nostalgia entre los propios músicos de rock. Después de grabar un LP titulado Rock and Roll, que incluye una selección de canciones clásicas de esa música, Lennon comentó: «Nada existe conceptualmente mejor que el rocanrol. O tal vez sea como suele suceder con nuestros padres: aquella es mi época, estoy preso en ella y nunca la dejaré.» Y Frank Zappa presentó así su LP Cruising with Ruben & the Jets: «Éste es un disco de canciones de amor alocadas, llenas de sencillez un poco boba. Lo hicimos porque nos gustaba ese tipo de música. Somos ahora un grupito de viejos en traje de rocanrol sentados en el estudio, refunfuñando sobre los viejos buenos tiempos. De aquí a diez años, estarán ustedes sentados con sus amigos en algún lugar haciendo lo mismo, si existe todavía algo sobre qué sentarse.»

No obstante, después de un silencio de años, John Lennon, claro que sí, volvió a dar señales de vida y, por supuesto, de un maduro pero renovado entusiasmo, sacando a luz en 1980 un LP —el último— cuya portada es una foto de él y Yoko besándose y cuyo título, también significativo, es Double Fantasy. Pero su mensaje más elocuente se halla implícito en la canción que abre el disco: empieza, a diferencia de «Mother», con un muy dulce y alegre campanilleo, se llama «Es como volver a empezar» y tanto su estructura armónica como la frescura sensual y gozosa de su atmósfera sonora, evoca y tiene el sabor que dio al rock uno de los músicos que el ex Beatle más admiró: Brian Wilson, el líder de los inolvidables Beach Boys. Pero John Lennon fue asesinado el 8 de diciembre de ese mismo año, y esta vez todos supimos que el sueño, de verdad, había terminado.

Pero aparte de que los años sesenta siguen nostálgicamente vivos en la memoria colectiva (el que esto escribe volvió a escuchar hace unos días en un restaurante capitalino a Melanie, a los Lovin’ Spoonfull, a los Zombies y, claro está, cosas de John Lennon y Paul McCartney), subsiste en pie el hecho señalado por Eric Clapton de que «nuestro problema es universal: cómo encontrar la paz en un mundo hostil. Queremos expresar esta búsqueda a través de la música, ya que ella es nuestra voz más elocuente.»

Ojalá que esta búsqueda, y el ejemplo de creatividad e inteligencia dado por los Beatles, fuera reemprendida por nuevas generaciones que «asumiendo su propio dolor», como aconseja John Lennon en su canción «I Found Out», afronten con más seriedad, amor, lucidez y una más genuina y auténtica audacia, el mundo en el que viven, en el que todos vivimos. Dondequiera que esto se intente o se realice, habrá, al menos, un par de discos de esos cuatro fabulosos muchachos de Liverpool que durante años conmovieron, dándole alegría y color, al mundo.


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