domingo, 1 de enero de 2017

Thoreau [Primera parte]


Por Ralph Waldo Emerson
(escritor norteamericano)




(Versión de Cosme Álvarez)



Henry David Thoreau (1817-1862)
Henry David Thoreau fue el último descendiente varón de un antepasado francés que llegó a este país [Norteamérica], procedente de la Isla de Guernsey. En ocasiones el carácter de Thoreau revelaba rasgos originarios de esta sangre, mez-clados de manera singular con un decidido genio sajón.

Nació en Concord, Massachusetts, el 12 de julio de 1817. Se graduó en la Universidad de Harvard en 1837, pero sin distinción literaria. Iconoclasta de la literatura, rara vez agradeció a las universidades los servicios que le brindaron, pues las tenía en poca estima, aun cuando su deuda con ellas era importante. Después de abandonar la universidad se acercó a su hermano, quien ejercía el magisterio en una escuela privada a la que renunció poco más tarde. Su padre era fabricante de lápices de grafito, y Henry durante algún tiempo se dedicó al oficio, convencido de que podía produ-cir un lápiz superior al entonces acostumbrado. Una vez ter-minados los experimentos, Thoreau mostró su trabajo ante los químicos y artistas de Boston, y regresó satisfecho a su casa tras obtener de todos ellos el testimonio de la excelen-cia del lápiz y de que igualaba a los de la más fina hechura londinense. Sus amigos lo felicitaron por haberse abierto un camino a la fortuna, pero él respondió que jamás volvería a fabricar un solo lápiz. «¿Por qué he de hacerlo? No repetiré lo que ya se ha hecho una vez.» Reanudó sus dilatadas caminatas y sus muy diversos estudios, con los que lograba cada día un conocimiento nuevo de la naturaleza, si bien aún no hablaba de botánica o zoología, pues a pesar de ser un es-tudioso de los hechos naturales no sentía curiosidad por los textos científicos ni la técnica.

Para entonces ya era un joven robusto, saludable, recién salido de la universidad. Sus compañeros habían empezado a elegir, o estaban ansiosos de iniciar, una actividad que les dejara dinero, y fue inevitable que los pensamientos de Tho-reau giraran en torno de este mismo asunto, por lo que tuvo que poner en práctica una determinación nada común para evadir todos los caminos tradicionales y mantener su libertad solitaria, a costa de contrariar la natural esperanza de sus familiares y amigos: le resultó tanto más arduo por su integridad absoluta, su insistida autonomía, que debía procurarse por sí mismo, y su convicción de que todo hombre tenía el mismo deber. Pero Thoreau nunca flaqueó. Fue combativo de nacimiento. Se negaba a renunciar a su inmensa sed de sabiduría y de acción, a cambio de un humilde oficio o profesión, y había puesto la mira en una vocación de un alcance mucho más amplio: el arte de vivir en plenitud. Si menospreció y desafió las opiniones de los demás, lo hizo únicamente porque ponía la mayor atención a conciliar su conducta y sus con-vicciones. No fue ocioso, ni proclive al lujo, cuando necesitaba dinero prefería conseguirlo por medio de un pequeño tra-bajo manual de su agrado, por ejemplo, construir una lancha o una cerca, plantar, adaptar, demarcar, o alguna otra faena, y no sujetarse a un compromiso de larga duración. De hábitos estables y pocas exigencias, su destreza en carpintería y su sobrada aritmética lo hacían apto para vivir en cualquier parte del mundo. Necesitaba menos tiempo para satisfacer sus necesidades que ningún otro. Tenía, pues, asegurado su bienestar.

Una habilidad natural para la mesura, nacida de sus conocimientos matemáticos y de su hábito de calcular las dimen-siones y las distancias de todos los objetos que le interesaban, el tamaño de los árboles, la profundidad y la extensión de las lagunas y de los ríos, la altura de las montañas y la distancia en línea recta de sus cimas favoritas, esto, aunado a su familiaridad con el territorio alrededor de Concord, lo hicieron inclinarse a la profesión de agrimensor, que le ofrecía la ventaja de llevarlo continuamente a tierras desconocidas y apartadas, y así lo ayudaba en su estudio de la naturaleza. Su precisión y destreza en este trabajo gozaron de rápido reconocimiento, por lo que tenía todo el trabajo que deseaba.

Henry David Thoreau, retrato de Samuel Worcester Rowse
Podía resolver con facilidad los problemas del agrimensor, pero a diario se veía acosado por cuestiones más graves, mismas que afrontó virilmente. Puso en tela de juicio las costumbres, y buscó fincar todos sus actos en un fundamento ideal. Fue combativo en exceso [à outrance], y pocas vidas contienen tantas renunciacio-nes. No se instruyó en alguna profesión, nunca se casó, vivía so-lo, jamás iba a la iglesia, nunca votó, se negó a pagar impuestos estatales, no comía carne, ni bebía vino, jamás conoció el uso del tabaco, y, aunque era naturalista, no empleaba trampas, ni armas. Sin duda sabiamente para él, eligió ser el bachiller del pensa-miento y de la naturaleza. No tenía talento para la riqueza, y sa-bía ser pobre sin el menor asomo de falta de pulcritud y elegan-cia. Quizá dio con su forma de vida sin premeditarlo mucho, pe-ro la aprobó con ulterior sabiduría. «A menudo se me recuerda —escribió en su Diario— que, así se me concediera la opulencia de Creso*, mis objetivos serían siempre los mismos, y mis me-dios esencialmente los mismos.» No tenía tentaciones de comba-tir, ni apetitos, ni pasiones, ni afición a frivolidades elegantes. La casa espléndida, la ropa, los modales, la conversación de la gen-te altamente cultivada resultaban un desperdicio para él. Prefe-ría, con mucho, a un buen indio; consideraba que aquellos refinamientos no eran sino obstáculos a la convivencia, y pre-firió siempre tratar a sus compañeros en las circunstancias más sencillas. Declinaba todas las invitaciones a cenar, porque en esas reuniones todos le estorbaban y nunca podía tratar a los individuos con provecho. «Fundan su orgullo —decía— en hacer que su cena cueste mucho; yo baso el mío en que cueste poco.» Cuando se le preguntó, encontrándose sentado a la mesa, qué plato prefería, contestó: «El que tenga más cerca.» No le gustaba el sabor del vino, y jamás en la vida se en-tregó a un vicio. Dijo: «Tengo un vago recuerdo del placer derivado de fumar tallos de lirios secos, antes de ser hombre. Tenía comúnmente una dotación de estos. Nunca he fumado nada más nocivo.»

*Creso. Nacido hacia 595 a.C. Último rey de Lidia, de la dinastía Mermnada; su reinado estuvo marcado por los placeres, la guerra y las artes.

Eligió hacerse rico reduciendo al mínimo sus exigencias y cubriéndolas él mismo. En sus viajes, utilizaba el ferrocarril únicamente para atravesar el territorio que no tuviese importancia en su propósito inmediato, y solía andar cientos de ki-lómetros, evitando las tabernas; prefería pagar hospedaje en las casas de los granjeros o los pescadores, porque eran más baratas y más de su agrado, y también porque en ellas hallaba más a mano a los hombres y la información que necesitaba.

Había cierto rasgo militar en su naturaleza, no se doblegaba, siempre viril y capaz, pero rara vez tierno, como que no se sentía sincero si no estaba ofreciendo oposición. Siempre quería una falacia que delatar, un error que empicotar; se diría que demandaba una ligera sensación de victoria, un redoblar de tambor, para poner en juego todos sus recursos. No le costaba nada decir no; en realidad, lo encontraba mucho más fácil que decir sí. Parecía que su primer instinto al escuchar una proposición era refutarla, tan impaciente se mostraba con las limitaciones de nuestro pensar cotidiano. Este hábito, desde luego, enfriaba un poco las relaciones sociales, y aunque sus compañeros acababan siempre por eximirlo de toda malicia o falsedad, no dejaba de empañar la conversación. Por lo tanto, ninguno que fuese su igual mantenía relaciones afectuosas con alguien tan puro e inmaculado. «Siento un gran afecto por Henry —dijo uno de sus amigos—, pero no simpatía, y en cuanto a tomarlo del brazo, primero pensaría en tomar el de un olmo.»

Sin embargo, aunque ermitaño y estoico, realmente ansiaba comprensión, y cordial e infantilmente buscaba la compañía de los jóvenes que amaba y a quienes le encantaba entretener de la única forma que sabía hacerlo, con variadas e infinitas anécdotas acerca de sus experiencias en los campos y en los ríos; y siempre estaba dispuesto a encabezar una excursión para buscar arándanos, castañas o uvas.

Hablando de un discurso un día [en una cena], Henry comentó que todo lo que aplaudía el público era malo. Yo dije: «¿A quién no le agradaría escribir algo que todos leyeran con gusto, como Robinson Crusoe? ¿Y quién no ve con tristeza que su escrito no encierra el tratamiento mate-rialista exacto que a todos deleita?» Henry objetó, desde luego, y ponde-ró las conferencias de calidad, que sólo son comprensibles para muy po-cas personas. En el transcurso de la cena, una joven, enterada de que él iba a pronunciar una conferencia en el Liceo, acremente le preguntó si su conferencia prometía ser un bonito e interesante relato como los que a ella le deleitaba escuchar, o una de esas disertaciones filosóficas que en nada le interesaban. Henry se volvió a ella y reflexionó; vi cómo intenta-ba convencerse a sí mismo de que disponía del material adecuado para ella y para su hermano, quien permanecería levantado sólo para asistir a la conferencia, si ésta iba a resultar interesante para ellos.

Hablaba y vivía la verdad, por nacimiento, y siempre se vio envuelto en situaciones dramáticas a causa de ello. En cualquier circunstancia, todos los observadores tenían interés en saber qué partido tomaría Henry y qué cosas diría, y no defraudaba las esperanzas puestas en él, sino que siem-pre supo aplicar un criterio original a todo contratiempo. En 1845 cons-truyó una pequeña casa de madera a orillas del lago Walden, y allí vivió solo, durante dos años, dedicado a una vida de trabajo y de estudios. Este proceder le era absolutamente natural y ade-cuado. Nadie que lo conociese podía imputarle afectación. Difería más de sus vecinos en su pensamiento que en sus ac-tos. Tan pronto había agotado las ventajas de aquella soledad, la abandonó. En 1847, en desacuerdo con algunas aplica-ciones que se daban a los gastos públicos [la invasión a México, 1846-1848], se negó a pagar los impuestos de su municipio y fue encarcelado. Un amigo suyo [el propio Emerson] pagó el impuesto por él y Henry salió libre. Hubo amenaza de una contrariedad similar al año siguiente. Pero como sus amigos pagaban el impuesto, a pesar de las protestas de Henry, creo que desistió de su actitud. Ninguna oposición ni ridiculización tenían el menor peso para él. Fría y cabalmente expresaba su opinión, sin fingir que creía que fuese la de sus contertulios. No le daba importancia al hecho de que todos los presen-tes defendieran la opinión opuesta. En una ocasión fue a la biblioteca universitaria para sacar varios libros. El bibliote-cario se negó a prestárselos. El señor Thoreau apeló al presidente, quien le leyó el reglamento y las costumbres, que res-tringían el préstamo de libros a los residentes graduados, a los clérigos matriculados como alumnos y a algunas personas que residían a menos de dieciséis kilómetros a la redonda. El señor Thoreau explicó al presidente que el ferrocarril había destruido la vieja escala de distancias, que la biblioteca era inútil, y que el presidente y la universidad eran inútiles tam-bién si se respetaban sus reglas, que el único beneficio que él debía a la universidad era su biblioteca; que, en ese mo-mento, no sólo era imperiosa su necesidad de aquellos libros, sino que iba a solicitar un número mucho mayor, y aseguró al presidente que él, Thoreau, y no el bibliotecario, era el legítimo custodio de los libros. En resumen, el presidente en-contró al peticionario tan formidable, y que las reglas ya empezaban a parecer tan ridículas, que acabó por otorgarle un privilegio, el cual, en manos de Thoreau, resultó ilimitado desde ese momento. [abajo el enlace a la segunda parte]


Thoreau, el profético


Por Waldo Frank
(escritor norteamericano)




(Versión de Cosme Álvarez)


Henry David Thoreau (1817-1862)
Nueva Inglaterra es la tragedia de la ambición. Otros países han estado más aislados, otros pueblos han nacido de igual manera. Sin duda, los violentos climas extremosos de Nueva Inglaterra han sido también dominados en otras partes. Pero seguramente en ningún lugar la poderosa y obstinada voluntad ha colaborado tanto con la naturaleza para levantar una comunidad próspera sobre la muerte. Se adivina que el habitante de Nueva Inglaterra pudo haber resistido a la inclemencia de su país, pero ha sucumbido a la inclemencia de su espíritu.

Al puritano le gusta estar en la minoría, sólo así puede afirmar su orgullo de potencia. Y se mantiene en la minoría aun en su propio hogar. En Massachusetts y en Connecticut los estados más populosos de Nueva Inglaterra—, dos tercios de la población son de origen extranjero. Celtas, latinos y judíos llenan los centros industriales y las granjas del antiguo país. El puritano se dirige más bien hacia el suelo rocoso y al fondo de su yo austero. Pero él gobierna siempre. No ha desplegado su dominio sobre el Continente para perderlo en el rincón donde nació. Permite que Boston hable italiano: el tranquilo acento de Harvard le dictará lo que ha de decir. Permite que en Lowell y Lawrence y en otros de los numerosos pueblos industriales de Massachusetts abunden esclavos y magiares*: la dirección viene aún de State Street** y la riqueza va a ella, a la misma State Street que fue la madre de la revolución norteamericana. La prensa, la Iglesia, la Banca y el senado son puritanos. Y cualquier voz que se levante en Nueva Inglaterra sólo revela su origen extraño por la aspereza de su acento.

Sin embargo, nadie negará que el puritano, a pesar de su poderío, está enfermo. Su voz es clara, pero chillona. Se sostiene firme, pero con los músculos contraídos por la proximidad de la muerte. Y, con la cara orientada firmemente hacia el sol, se enorgullece del frío que corre por sus venas. Durante más de trescientos años obstinadamente ha sacrificado la vida al poder, y del brío de su raza ha nacido su dominio. Pero también de ella ha sido expulsada la vida. Generaciones enteras la negaron. Estos hombres de negro, que ya no tienen grasa en la garganta y que hablan con la nariz, han sido escindidos del inglés vigoroso. Estas mujeres secas son hijas de las muchachas rollizas de Yorkshire; reinan en los hogares de Nueva Inglaterra para enseñar el amor y la belleza a sus hombres y a sus niños. El puritano ha conquistado su reino, y ahora se da festines con un espectro.

Tal vez Norteamérica es el reino, pero el espectro sólo habita en la granja de Nueva Inglaterra. Generación decadente, sin dios, sin apetitos, sin otra alegría que la del cultivo tenaz de su propio dolor. La locura es frecuente. La neurosis es un derecho de nacimiento. La vida, agobiada de preceptos, ha llegado a ser un mal secreto que corroe y exaspera. Pero no puede morir. Fue negada cuando era vigorosa y proyectaba visiones de gozo y alegría en la persecución de las riquezas; con más razón debe ser negada ahora, que ha venido a ser un cáncer que altera el ritmo gris de la existencia puritana. La voluntad ha triunfado, y en ella descansa la bella lógica de Nueva Inglaterra. No queda, en verdad, ningún cielo en la tierra para distraer la atención, ninguna aspiración que vaya más allá del objeto inmediato, ni una iniciativa en los hombres, más allá de la que pueden atrapar sus manos, ninguna gracia en la mujer, fuera de las meras ocupaciones de su sexo. Gente privada de todo por obra de la posesión material. Gente despojada, en consecuencia, hasta de la capacidad de disfrutarla. Los hombres que sólo cultivan el suelo, pronto pierden el sol que los fecunda.

Tal es el fin típico de Nueva Inglaterra. Negó la vida en sus plácidas tangentes de deseo con el objeto de alcanzar el poder que deseaba, y ahora su deseo es ciego, y su vida transcurre oculta y avergonzada.

Pero en la Naturaleza no existe la muerte, como no existe lo negro. Nueva Inglaterra es una tragedia, no porque se haya destruido a sí misma, sino porque tiene la capacidad de salvación.

Ya en los días oscuros que precedieron a la Guerra Civil había luz. Al luchar contra la voracidad rival del Sur, en sus manifestaciones más bajas acumulaban la fuerza que debía hacer su victoria; el industrialismo era la nueva hoguera donde el puritano, en su obsesión enajenada, se preparaba a arrojar su vida como combustible. Y es entonces cuando una gran protesta se alza de Nueva Inglaterra por encima de la realidad.

Henry David Thoreau personificó esta protesta temprana; su aislamiento debe considerarse en relación con la bruma que ocultó a este primer gran escritor norteamericano. Emerson ya era rey. Y cuando murió Thoreau, Emerson le hizo los honores en el Atlantic Monthly como al camarada «trascendentalista» —así se llamaba Thoreau a sí mismo—. Pero hoy Thoreau se repone de esa oración crítica.

Cabaña de Thoreau en el lago Walden
Emerson decía: «En vez de ejecutar trabajos de ingeniería para toda Norteamérica, prefirió encabezar una cuadrilla para cortar fresas. Moler habas es bueno como ejercicio antes de moler imperios, pero si al cabo de los años sólo quedan habas…» Supongo que Emerson debió sospechar que Thoreau no era en verdad un trascendentalista, y esto es lo que deseaba expresar. En realidad, el plan de Emerson era, sin pasar por las habas, tomar de costado los imperios, por los aires. Llegó a elevarse, pero jamás descendió a los imperios. Los imperios continuaron sobre sus caminos materialistas, y, en sus momentos de reposo, levantaban los ojos de su trabajo y le sonreían a Emerson. Thoreau molió habas, y hoy la América rebelde —la Norteamérica joven que combate por la santidad de la vida— vuelve a él en demanda de apoyo. Las palabras de Emerson (que atacó a los imperios de costado por los aires) han llegado a ser vagas, impalpables y abstractas. Las palabras de Thoreau (que afrontó la realidad, que abandonó Massachusetts y rehusó pagar impuestos a un Estado cuyos actos no podía aprobar) suenan sólidamente, llenas de una belleza varonil. Emerson escribió agradables sentencias sobre el cadáver de Thoreau, y hoy las sentencias de Thoreau ayudan a sepultar a Emerson.

Cuando éramos muchachos todos tuvimos tíos fastidiosos que admiraban mucho a Thoreau. Según ellos, Thoreau fue un gran naturalista que había escrito deliciosamente sobre hongos y mariposas. Estos tíos eran los buenos ciudadanos, típicos de la vieja Norteamérica, todos mediocres, sin espiritualidad y perfectamente cuerdos. Nosotros decidimos entonces que su autor favorito no podía ser el nuestro, y aceptamos que Thoreau era aburrido. Lo dejamos solo. A Thoreau lo perdió su buena reputación. No obstante, es tiempo de que despertemos a la idea verdadera de un Thoreau pernicioso y destructor; que se le haga la mala reputación que merece, porque Thoreau no fue un naturalista. En su vida y en su obra dio expresión al destino y a la esperanza, a la tragedia de Nueva Inglaterra.

Lo que Rousseau fue para Francia, lo que Tolstoi fue para Rusia, eso fue Thoreau para Nueva Inglaterra. Su país claramente se destaca frente a estas naciones. Como Rousseau, Thoreau buscó en el retorno a la Naturaleza un remedio a los engaños de la vida moderna; más bien buscó de esta forma el retorno al Ser, donde se encuentra siempre la verdad. Fue anarquista como Tolstoi, en guerra con la autoridad y el privilegio del grupo sobre el individuo y su conciencia. Pero Thoreau carecía en su país de la abundante cultura del pueblo francés, que enalteció la protesta de Rousseau y la hizo efectiva; carecía de la honda experiencia mística del pueblo ruso, que celebró el mensaje de Tolstoi y lo hizo universal. Thoreau permaneció resistente y desnudo, sin adornos, como un árbol sin follaje. Es hijo de Nueva Inglaterra hasta cuando la denuncia.

Gracias a este origen, Thoreau adquiere importancia para nosotros, lo mismo que Rousseau y Tolstoi para aquellos países más hechos. Nació y murió en Nueva Inglaterra. Boston fue su capital, sus vecinos fueron sus pueblos, los problemas de éstos fueron los suyos, los bosques y los ríos circundantes formaban su mundo. La belleza y las visiones que tomó de la vida eran las de Nueva Inglaterra. Thoreau tenía las cualidades de epíritu y de expresión de un héroe regional. Pero Norteamérica no es tan rica como para dejarlo pasar en silencio.

Ralph Waldo Emerson (1803-1882)
Su vida y su obra literaria forman un conjunto tan simple, tan armonioso en su aliento, que cualquier espíritu norteamericano con inquietudes puede comprenderlo. Es el gran ingenuo de nuestro país. Lincoln es complejo y sombrío al lado de él, Walt Whitman es el producto de un mundo más turbio. Por esta misma razón, el significado de Thoreau crece en nuestra necesidad actual. La Norteamérica uniforme no sentía necesidad de sus preceptos simples. Ahora que nuestra vida es complicada y febril con el fárrago de las conciencias, Thoreau es el agua clara y fresca para nuestra fiebre.

Su lógica sosegada debió parecerle una locura al fanático de Nueva Inglaterra: «¿Cómo se puede esperar una cosecha de pensamiento —pregunta Thoreau— antes de haber sembrado el carácter?» «Ahora que la república (la res*** pública) se ha establecido, es el momento de velar por la res privada.» «Mientras que Inglaterra procura contener la descomposición de las papas, ¿nadie procura contener la descomposición de los cerebros que predominan más amplia y fatalmente?» «Si un hombre no marca el paso con sus compañeros, es quizá porque obedece a un tambor diferente.» Tales son sus premisas y cuestionamientos; su vida fue su respuesta.

El padre de Thoreau era fabricante de lápices. Thoreau los perfeccionó, mejorándolos sobre todas las otras marcas conocidas hasta entonces, incluso en Londres. Cuando sus amigos lo felicitaron por su aproximación a la fortuna, les dijo que, ahora que había hecho uno bueno, ya no tenía nada que hacer con los lápices. Vivió con absoluta despreocupación económica cerca de Walden Pond. Ahí probó que desde la más severa lucha por la existencia puede alcanzarse un margen de vida interior. Sacrificó ese margen escribiendo un gran libro.****

La suya no fue una aventura de evasión. Se retiró temporalmente, no para huir del hombre, sino para afirmar al Hombre (que, según él, debe ser lo primero). Con mucha más claridad que Walt Whitman, reconoció el carácter impersonal del mundo norteamericano —en razón de ser él mismo inmune a su trágica belleza—. Sintió la necesidad de medir la conciencia y la fuerza creadora del hombre contra la debilidad acumulada por la masa inconsciente. En su gran libro expresó esa necesidad de la que aún participamos nosotros, la de establecer una norma individual, la de formar individuos.

Y así, al comunicar su experiencia, su prosa es indestructiblemente sólida al lado de las rapsodias y fantasías de la Escuela Trascendental. Plena y rítmica como la pulsación de su propia vida, es la primera prosa magistral norteamericana.

Desconfió de la esclavitud, condenó la guerra contra México, y también repudió avalar a un gobierno que iba en contra de sus convicciones. Se rehusó a pagar los impuestos y fue a dar a la cárcel y se rió de ello. Era demasiado sano para ser un mártir y demasiado activo «para vivir bajo un gobierno», como decía él mismo. Fue casi el único de los ciudadanos cultos de Nueva Inglaterra que apreció la riqueza espiritual de los indios. Iba al Maine y a Canadá y permanecía largos meses en las comunidades indígenas, donde tenía amigos. Cuando le venía en gana, abandonaba los campos e iba a Boston, y, contra las advertencias de sus solemnes amigos, expresaba sus ideas sobre asuntos públicos. Sus palabras (no las de Washington o las de Jefferson) son las primeras que Norteamérica escribirá algún día en el verdadero Librio de la Libertad.

Sus ensayos como Resistencia al gobierno civil [más conocido como Del deber de la desobediencia civil*****] y Una vida sin principios— son ahora modelos de la revolución social y espiritual. Su palabra es clara, plena de sentido vital. Lo mismo esa obra maestra, Walden, que significa el primer «Sí» consciente del mundo puritano. Como si estuviese en contacto con la Norteamérica afligida y bordeada de acero del siglo xx, Thoreau revela la profunda hostilidad que existe entre la vida y la fe en los negocios del norteamericano, descubre las falsas pasiones que nacen de la posesión, ridiculiza la dirección fanática de la voluntad puritana, la cual rechaza la vida y prefiere un poder que, sin vida, no podrá ejercer o dirigir.

Thoreau tenía el don profético. Vio hacia dónde tendía el puritano. Parte por parte estudió la falsa doctrina predominante de la vida norteamericana, observó sus frutos inevitables, los pesó y los hallo escasos. Con decisión segura ofreció el ejemplo de su vida y de sus valores, y, en los humildes relatos de su carrera, los sometió a la prueba de la forma.

No es menos cierto que esta crítica no tuvo resonancia en la poderosa Nueva Inglaterra. La inercia de la desidia permaneció en las granjas después de que Thoreau se fue para hacerse naturalista por la gracia del dios pionero.


* Grupo étnico de Europa del Este, también conocido como húngaros. Nota del traductor.
** Fundada en 1792. N del T.
*** Res : cosa
**** Walden, 1854
***** Influyó de manera decisiva en Gandhi y, posteriormente, en Martin Luther King.

Waldo Frank en 1920. Foto © Alfred Stieglitz
Waldo Frank (1889-1967) novelista e hispanista norteamericano.

Juan Calzadilla. Breve antología

Selección de Larry Mejía
(poeta colombiano)



Juan Calzadilla
Juan Calzadilla (Altagracia de Orituco, Estado Guárico, Venezuela, 1930), poeta, ensayista, crítico de arte y pintor. Fundador del movimiento El Techo de la Ballena, junto a Caupolicán Ovalles, Carlos Contramaestre, Salvador Garmendia, Efraín Hurtado, Francisco Pérez Perdomo, Adriano González León, Edmundo Aray, y Dámaso Ogaz, entre otros. Juan Calzadilla ha mantenido desde hace casi 50 años una ofensiva con la realidad y con la ciudad, motivos de preocupación y prolijidad en su obra. Fue director de la Galería de Arte Nacional de Venezuela y en 1996 recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas. Su obra ha sido traducida al portugués por Floriano Martins y al inglés por Víctor Rodríguez Núñez. En 2016, ganó el Premio León de Greiff en Colombia.

Justificación de esta obra
Lo considerado perfecto no puede llevarse a cabo.
Pero tampoco lo imperf…


El origen
Tengo que suministrarme un origen. Un origen que no sea aquel del cual provengo, ni al que aspiro. Ni siquiera el que merezco. Un origen que como el futuro esté adelante, silencioso y desconocido. Un origen no consagrado por las leyes ni condicionado por los dioses. Un origen que no mire hacia atrás. Que no sea la fachada de un templo ni un agujero negro.
Un origen que me garantice que por fin admito que comienzo a ser lo que soy.


El habla de los perros
Habla condensada la del perro.
Apenas gruñe y ya da por enteradas
todas sus intenciones.
No necesita de muchas palabras,
como el poema.
Su gesto inamistoso
resume todo lo que sus ladridos
podrían decirnos si procediera
rápidamente a mordernos.
Después de todo
el mordisco es la verificación objetiva
de su modo metafórico
de hablar entre dientes.


Dalí
Un reloj ablandado sobre un desierto duro
Una jirafa en llamas bajo el cielo macerado
Sólo falta en este escenario surrealista
Un bufón con los bolsillos llenos
Pero entonces ¿quién va a ocuparse de pintar el cuadro?


La tentación de lo desconocido
La pregunta del que busca es siempre
más oportuna que la del que ha encontrado.
El optimismo del que ha encontrado es siempre
prueba de seguridad respecto
a la utilidad de lo buscado.
En el que busca, por el contrario, la incertidumbre
se constituye en incentivo por el cual
lo que se busca no se halla
en el fin de lo buscado, sino en la tentación
de seguir y seguir buscando.

Es por eso que disfruto más la obtención misma
de la cosa que el beneficio que ella
podría procurarme. Incluso la lucha
por obtener la cosa me proporciona
más placer que su obtención.

¡Poseerla es ya perderla!


Blaise Cendrars
Todo lo que en la calle Marco Polo
me rodea es gris: a pocos pasos hay
una estación gasolinera, una venta de neumáticos
y un restorán, en cuya barra
una pierna de jamón cuelga encima
de un montón de periódicos viejos.
Más allá está una tienda de ropa
con su puerta Santamaría metiendo
tanto ruido, tanto ruido
al ser levantada en vilo como a la falda
de una mujer, de abajo hacia arriba.

Y en mi cuarto, en un cromo sin vidrio
pegado con chinches a la pared
hay un vapor, probablemente el Formosa,
a punto de levar ancla
desde un carcomido muelle del Havre
llevando a bordo a Blaise Cendrars.


Hernando Track
Todo lo que había sufrido decía que sólo podía ser redimido
por una gran esperanza en crear imaginativamente un mundo autónomo,
bien diferente a este en el cual ha vivido,
un mundo en donde el dolor reflejado
en toda su intensidad        
pudiera ser únicamente sanado por la escritura.
Y repetía como si se tratara de una plegaria este pensamiento: 
“Amo tanto la vida, que le perdono el mal que me hace”.
Se planteaba la poesía no como un destino sino como un acto piadoso
consagrado a proclamar el estado de gracia de la derrota.


La inspiración
No escribo sobre aquello que pasa por mi cabeza.
Más bien escribo sobre aquello
por lo que mi cabeza pasa.
Vivo solo, encerrado en mi cuerpo.
Yo soy mi universo y mi solo firmamento.
A veces, desde afuera, una corriente de aire entra
cuando se abre la puerta
Y un montón de cosas viene a instalarse en mi mesa.

¡Ya desearía yo que como la puerta
mi cabeza pudiera abrirse siempre!
Pero esto, ay, ocurre sólo algunas veces.


El aplauso
Todos aplauden porque creen entenderte y para que tú
lo sepas.
Pero solo manifiestan que quieren que tú creas que
entendiste que ellos entendieron.


Haikú a propósito del bautizo de un libro de versos en una librería de Caracas
Los libros que
a los vasos con whisky
Servían de pedestal.


Coctel
Demasiados programas.
Demasiados cocteles reuniones
convenciones congresos ritos festivales
Demasiados agentes libres en el mercado
Y si a esto tú te sumas
acabarás con que hay
demasiada gente holgazana como tú
bostezando frente a un cuadro
a duras penas soportándose
para rechazarse luego
con un somero apretón de manos
y un hasta luego. Señores,
esta farsa no se detiene
y pese a ella sobrevivimos.


El primer aviso
—Óyeme, Guanahaní,
te hablo por teléfono
desde el Puerto de Palos.
Esgrime pronto tus trampas de luz,
agita tus hondas inmemoriales,
Afila tus ojos de iguanas,
Tus arrecifes de corales, tus huracanes.
Arma el argumento verde de las palmeras
con el espejismo de tus soles,
tiende tu red de arpones,
tus flechas untadas con curare.
Dentro de poco zarparán de aquí
Las naves de Cristóbal Colón.

¿O es que vas esperar a que
pasen quinientos años?


Prólogo de los basureros
Avanzaré sin sentir asco
ni pena ni repugnancia
largo a largo a tenderme en las gradas
de este reino donde el papel higiénico
flamea en los palcos de botellas.

Me iré a engordar los límites
en donde el cují y la rosa
se abrazan sin contrariarse
y la ciudad está en paz con sus víctimas
y no duerme desvelada
por el pico de los pájaros ebrios
que a mis sueños escarban sin prisa
y a mis expensas
aún no terminan de darse su cena.
Barranco abajo coronando los cerros de lata
con el sol retorciéndose en mi espina
encontraré hecho jirones
el hule de los sillones baratos
y veré a la carcoma
con sus huevos al hombro
entrar a los túneles del cedro.
Aquí donde al salitre por fin
los automóviles dan su brazo a torcer
y el jugo de frutas
no anda más por las ramas
y chorrea por los escalones
de la depredación.

Avanzaré entre la goma espuma y el anime
entre el poliéster y la fibra de vidrio
entre el vynil y la silicona,
marcharé avaro forrado de ropas
bamboleándome como un astronauta,
calzado con zapatos de a kilo
descenderé por las dunas de vidrios rotos
y el corcho de los desiertos.
Avanzaré a buscar lo que de ningún
modo encuentro, buscaré
lo que no se me ha perdido
entre resortes cuyos espirales
a mi paso hacen befa de mis pantalones
inflados como globos por el viento.

Subiré a los altares donde
el cobre y la porcelana
al paisaje montan guardia
y en la rosa del orín
dan a beber la gota de agua
que ya no sale por los caños.

Aquí donde el fuego no anda con rodeos
y va rápidamente al grano
como la luz en la punta del rayo.

Me iré de bruces entre los primeros
a descubrir cuanto antes
la manera de sellar con mi cuerpo
la boca de los tarros de basura.

Me iré a ver cómo en la pira del sol
por orden del instante
arden ya, de mayor a menor,
ay, todas nuestras tribulaciones


Reo de putrefacción
Barranco abajo avanzo coronando
los cerros de latas, entre los reflectores
y la voz de arresto trocada en orden de fuego.

Avanzo entre los escuadrones de moscas
barranco abajo hasta el terraplén
donde el albañal y la carroña se juntan.

Avaro, forrado de trapos,
bamboleándome como un astronauta
y calzado con zapatos de a kilo,

por las dunas de vidrios rotos
y el corcho de los desiertos
avanzo hasta los altares del légamo

donde el cobre a la porcelana
da su brazo a torcer y a los techos de latón
el salitre monta guardia.

De alcabala en alcabala avanzo
a un paso de la putrefacción,
tullido en una silla de ruedas

debajo del ronroneo incesante de los blackhawks
y en la clandestinidad más completa
de los estados de postración

Como un gran hijo de la puta.


Levedad de la memoria
Deberíamos atrevernos a narrar con lujo
de detalles todo lo que nos pasa por la mente
en una especie de diario donde nada real sucede.
De este modo le ahorraríamos a la memoria
tener que venir a auxiliarnos con un discurso
torpe y lleno de ambigüedades
después de que los hechos ya han pasado
o no sucedieron.
No importa que nos equivoquemos
o que, exagerando la nota, lo que testimoniemos
resulte ser, como en mi caso,
la obra de un gran embustero.
Después de todo no se escribe
sino sobre lo que uno imagina. Así
lo que nos imaginemos sea lo único
que en nuestras perras vidas
nos ha pasado.


Donde pongo fin a mi libro
Aquí pongo término a mi libro,
aquí callo y salgo a tomar aire
(aunque sea el aire contaminado de la ciudad).
Con equipaje ligero, paseo mi vista fuera
de sus páginas, como desde una ventana.
Aquí embaúlo mi elocuencia primaria,
la dicción mocha, el aliento corto,
las horas estériles y el sobresalto,
la imagen fatua y el fuego blanco como centella
de las escasas palabras que ardieron.
Una por una, lector, he revisado sus páginas,
las he sopesado, estrujado, medido
y como si fueran brotes de un árbol viejo
las he arrancado y resembrado.
¡Más tiempo perdí en abrir mi libro que en cerrarlo!

Hasta aquí, amigos, mi afán de poco aliento
Y la mal engrapada metáfora. Hasta aquí
el eufemismo de llamar collage al poema
sencillamente por cobardía de parecer
demasiado fragmentario.
Hasta aquí, señores, tanto remiendo
a la empalizada de palabras rotas.
Hasta aquí, la resaca de este monólogo
de viejo maderamen abandonado
en la playa donde mi designio
continúa grabado en la arena:

Aquí termino mi libro, aquí callo.

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El azar de los hechos en Canal 11 Tv

Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

Invitación

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