sábado, 1 de julio de 2017

Meditaciones

Por Henry David Thoreau 
(escritor de Concord, Massachusetts)

[Versión de Cosme Álvarez]





Henry David Thoreau. 12 de julio, 1817-6 de mayo, 1862
Creo que existe una relación íntima entre la vida exterior y la vida interior; creo que si alguien lograse superar su vida, el mundo seguiría ignorándolo; creo que diferencia y dis-tancia se identifican.

Ansiar una verdadera vida es como emprender la marcha hacia un país lejano y verse gradualmente rodeado de pai-sajes desconocidos y gente nueva.

Comprendo que en tanto esté ceñido a mi pasado estoy muy lejos de vivir una vida mejor y más bella, en su sen-tido pleno.

El mundo externo es lo inverso de lo que está dentro de nosotros.

Las tradiciones no ocultan a los hombres, por el contrario, los muestran sin apariencias y como en verdad son. En rea-lidad las tradiciones forman su vestimenta. Me importa poco el absurdo razonamiento al que recurren quienes si-guen fieles a las tradiciones. Las sucesos no son rígidos, ni irreductibles como nuestros actos.

¡Cuántas veces nos expresamos con ambigüedad, como si una existencia eterna pudiera encajarse o erigirse en nues-tra vida presente a modo de fundamento conveniente! Para transformar nuestra vida debiéramos demoler la anterior, descartar todo el calor de nuestros afectos; quizá sea imposible.

El mirlo construye su morada sobre el huevo del cuclillo [ave cuya hembra pone huevos en los nidos de otras aves para que alimenten y cuiden a sus crías], y allí incuba sus huevos; pero la separación es leve y empolla también el ajeno. El cuclillo lo aventaja en un día y, al nacer su cría, expulsa a los pichones del mirlo. No hay otra solución entonces: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.

El cambio es siempre cambio. Ninguna vida nueva ocupa cuerpos viejos. Los cuerpos viejos se pudren. La vida es lo que nace, crece y florece. Los hombres patéticamente intentan reanimar lo antiguo, y por eso lo toleran y lo so-portan. ¿Por qué limitarnos a embalsamar? ¡Abandonemos ya el bálsamo y la mortaja, y vayamos en busca de un cuerpo naciente! En las antiguas tumbas de Egipto podemos comprobar el resultado de tal experiencia. No igno-ramos su fin.

Cabaña de Thoreau en Walden Pond
Creo en la simplicidad. Es triste y asombroso ver cómo hasta el hombre más sabio emplea sus días en asuntos triviales, cre-yéndose obligado a relegar a último término cuestiones más importantes. Si un matemático desea resolver un problema di-fícil, comienza por despojar a la ecuación de toda dificultad, reduciéndola a su más simple expresión. Simplifiquemos el problema de la existencia, distingamos lo necesario de lo real.

Exploremos la tierra para ver dónde corren nuestras raíces ori-ginarias. Yo quisiera basarme siempre en los hechos. ¿Por qué no ver, por qué no servirnos siempre de nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres no saben ni conocen nada?

Sé de muchas personas —difíciles de ser engañadas en asun-tos comunes, muy recelosas de una mala jugada— que me-suradamente disponen de su dinero y saben como gastarlo, que gozan fama de cautos y listos, y que, sin embargo, con-sienten en pasar gran parte de su existencia como cajeros entre las cuatro paredes de un banco, hombres que hoy brillan po-co, para enmohecerse mañana y finalmente desaparecer. Si son realmente capaces, ¿por qué hacen lo que están haciendo? ¿Saben bien lo que es el pan y para qué sirve? ¿Tienen noción del valor y del significado de la vida? Porque si supieran algo, ¡qué pronto olvidarían lo que ahora les interesa!

Esta vida, nuestra vida respetable de todos los días, tras de la cual firmemente se apuntala el hombre de buen sen-tido, el inglés del mundo civilizado, y sobre la que reposan todas nuestras instituciones insignes, no deja de ser una ilusión que se desvanece como la trama entera de una visión fugaz. En cambio, el más leve resplandor de realidad que suele iluminar días oscuros para todos los hombres, nos revela algo más consistente y perdurable que el bronce fundido, algo que es en verdad la piedra angular del mundo.

El ser humano es incapaz de concebir un estado de cosas que no sea realizable. ¿Podemos consultar honestamente a nuestra conciencia y afirmar que es así? ¿Qué hechos invocamos al afirmar que nuestros sueños son prematuros? ¿Has oído hablar alguna vez de un hombre que consecuentemente haya luchado durante toda su vida por una fi-nalidad, y que en cierta medida no la lograra? Un hombre en estado de continua ansiedad, ¿no se siente ya elevado en virtud de ella? ¿Quién que haya puesto en práctica la menor acción de heroísmo, de altruismo, o tendido hacia la verdad y sinceridad, no encontró cierta ventaja, algo más que no fuera perder el tiempo? Es natural no espe-rar que nuestro paraíso sea un jardín. Ignoramos lo que pedimos. Observemos la literatura. ¡Qué bellos pensa-mientos ha concebido cada uno de nosotros, y qué poco bellos pensamientos han sido expresados! Sin embargo, no hay ningún sueño, por más sutil o ligero que sea, que el simple talento —favorecido por cierta resolución y constancia, después de mil fracasos— no logre fijar y grabar en palabras distintas y duraderas. Nuestros sueños son los hechos más positivos que conocemos. Pero ahora no hablamos de sueños. Lo que puede expresarse con palabras, puede expresarlo igualmente nuestra vida.

Henry David Thoreau
Mi vida actual es un hecho del que no debo congra-tularme, pero respeto mi fe y mis aspiraciones. De ellas hablo ahora. Nuestro estado es demasiado sim-ple para describirlo. No he prestado juramento algu-no. No he trazado ningún plan para la sociedad, la Naturaleza, o Dios. Soy simplemente lo que soy, o, mejor dicho, comienzo a serlo.

Vivo en el presente. El pasado no es en mí sino un recuerdo, y el porvenir una anticipación. Amo vivir. Prefiero una reforma antes que un programa. No puede hacerse historia de cómo el mal se ha vuelto lo mejor. Creo —y nada existe al margen de mi creen-cia. Sé que yo soy. Sé que otro existe, que sabe más que yo, que se interesa por mí, del que soy su cria-tura, y, en cierto modo, también progenitor. Sé que la tarea vale la pena, que las cosas van bien. No he re-cibido ninguna noticia contraria.

En cuanto a las posiciones, las combinaciones, los detalles, ¿qué pueden significar? Si contemplamos el firmamento, cuando el tiempo es claro ¿qué percibi-mos sino el cielo y el sol?

¿Quieres convencer a un hombre de que hace mal? Haz el bien. Pero es inútil convencerlo con palabras. Los hombres creen en lo que ven. Procura que vean.

Prosigue tu vida, obstínate en vivirla, y como un perro en torno del coche de su amo, gira en torno a tu propia vida. Realiza aquello que más amas. Para que conozcas bien tu hueso róelo, entiérralo, y desentiérralo para roerlo aún más.

No es preciso demasiada moral. Sería endeudarte a ti mismo con un exceso de vida. Marcha más allá de la mora-lidad. No te contentes con ser bueno, hay que serlo a toda costa. Todas las fábulas encierran una moral, pero, los inocentes que escuchan, sobre todo hallan placer en la historia que se narra.

Nada se interpone entre tú y la luz. Respeta a los hombres, respeta a tus hermanos, y nada más. Cuando empren-das viaje a la Ciudad Celeste no lleves carta de recomendación. Cuando llames, pide ver a Dios, nunca a los lacayos. En esto, que es lo que más te atañe, no se te ocurra pensar que tienes camaradas. Haz de cuenta que estás solo en el mundo.

Thoreau [Segunda parte]

Por Ralph Waldo Emerson
(escritor norteamericano)


(Versión de Cosme Álvarez)





No ha existido un norteamericano más auténtico que Thoreau. La predilección que tenía por su país y por su condición era genuina, y su aversión a las costum-bres y los gustos ingleses, y europeos en general, raya-ba en el desprecio. Oía con impaciencia las noticias y las frases ingeniosas recogidas en los salones londinen-ses, y si bien procuraba ser correcto, esas anécdotas le resultaban fastidiosas. Los hombres se imitaban unos a otros, a través de un molde pequeño. ¿Por qué no pueden vivir lo más separado posible, y ser cada cual un hombre solo? Lo que él buscaba era la naturaleza más resuelta; deseaba ir a Oregon, no a Londres. «En todos los rincones de Gran Bretaña —escribió en su diario— se advierten rasgos de los romanos, sus urnas funerarias, sus campamentos, sus carreteras, sus casas. Al menos la Nueva Inglaterra no está edificada sobre ninguna ruina romana. No tenemos que colocar los cimientos de nuestros hogares sobre las cenizas de una civilización anterior.»

Idealista como era, declarado a favor de la abolición de la esclavitud, de la abolición de las tarifas, de la casi abolición del gobierno, sobra decir que no sólo se en-contraba sin representación en la política de su tiem-po, sino que, además, era casi igualmente antagónico a toda clase de reformadores. Sin embargo, pagó el tributo de respeto invariable al Partido Antiesclavista. Hubo un hombre, con quien había entablado amistad personal, al que honró con excepcional consideración; antes de que nadie pronunciase la primera palabra amistosa en apoyo al capitán John Brown, Thoreau corrió la voz, por casi todas las casas de Concord, de que cierto domingo por la tarde hablaría en una sala pública sobre la posición y el carácter de John Brown, y que invitaba a todo el pueblo a es-cucharlo. El Comité Republicano, el Comité Abolicionista, le hizo saber que su discurso sería prematuro e impro-cedente. Él respondió: «No me comuniqué con ustedes para pedirles consejo, sino para anunciarles que voy a ha-blar.» La sala, desde hora temprana, se vio atestada de representantes de todos los partidos, y la espinosa apología del héroe fue escuchada respetuosamente por todos, muchos de ellos con una simpatía que incluso llegó a sorprenderles.

Se dice que Plotino estaba avergonzado de su cuerpo, y es muy probable que tuviera razón, que su cuerpo fuese un mal servidor, e incompetente para el trato con el mundo material, lo que a menudo ocurre con los hom-bres de intelecto abstracto. Pero el señor Thoreau esta-ba dotado de un cuerpo sumamente útil y bien adapta-do. Era de corta estatura, complexión robusta, tez blan-ca, con expresivos ojos azules de mirada fuerte y aspecto grave. Durante sus últimos años llevó el rostro adorna-do con una barba que le favorecía. Sus sentidos eran agudos, su figura recia y bien proporcionada, manos fuertes, y diestras en el manejo de herramienta. Y poseía una notable habilidad de cuerpo y mente. Podía medir a pasos ochenta metros con mayor exactitud que cual-quier hombre ayudado por una barra y una cadena. De noche, en el bosque —decía—, hallaba el camino más con los pies que con los ojos. Era capaz de calcular muy bien con la mirada el tamaño de un árbol; sabía precisar el peso de un ternero o de un cerdo como un mercader. De una caja que contenía treinta y cinco piezas o más de lápices, podía tomar rápidamente con las manos una docena exacta en cada intento. Era buen nadador, co-rredor, patinador, botero y probablemente dejaba atrás a la mayoría de los campesinos en una caminata de un día. Y la relación entre su cuerpo y su mente era aún más fina de lo que hemos indicado. Decía querer cada paso que daban sus piernas. La extensión de sus paseos determinó invariablemente la extensión de sus escritos. Encerrado en casa, no escribía una sola palabra.

Tenía un recio sentido común, como el que Rosa Flammock, la hija del tejedor en la novela de [Walter] Scott, elo-gia en su padre, y que se asemejaba a una vara de medir que lo mismo medía tela y damasco, que tapices y paño de oro. Brindaba siempre un nuevo recurso. Mientras yo sembraba árboles en el bosque, tras haber conseguido un saco de avellanas, me dijo que sólo una reducida porción de ellas estaría sana, y procedió a examinarlas para selec-cionar las buenas. Pero al ver que de esa manera perdía mucho tiempo, dijo: «Creo que si se ponen todas en agua, las buenas se hundirán», y probamos el experimento exitosamente. Sabía proyectar un jardín, una casa o un gra-nero, y hubiera sido competente como jefe de una «Expedición exploradora del Pacífico»; sabía dar consejos prudentes en lo más graves asuntos públicos o privados.

Vivía al día, sin estorbo o mortificación de recuerdo al-guno. Si ayer a uno le había llevado una nueva propues-ta, hoy le traería otra no menos revolucionaria. Hombre muy hacendoso, que, como toda persona altamente or-ganizada, concedía un gran valor a su tiempo, parecía el único hombre en todo el pueblo con tiempo libre, siem-pre dispuesto a llevar a cabo una excursión que pareciese interesante, o una conversación que pudiera prolongarse por largas horas. Su agudo sentido común nunca se vio frenado por sus reglas de prudencia cotidiana, sino que siempre estaba a la altura de la nueva situación. Prefería y acostumbraba la comida más sencilla; sin embargo, cuando alguien proponía una dieta vegetariana, Tho-reau decía que todas las dietas le parecían asunto de muy poca importancia y agregaba que «el hombre que caza búfalos vive mejor que el pensionista de la Casa Gra-ham». Dijo: «Puedes dormir cerca del ferrocarril sin que te moleste, la naturaleza sabe distinguir muy bien cuáles son los sonidos dignos de escucharse, y ha decidi-do no oír el silbato de la locomotora. Las cosas respetan una mente devota, y jamás ha sido interrumpido un éx-tasis mental». Se dio cuenta de algo que a menudo se re-petía: cuando recibía una planta rara, enviada desde un lugar lejano, poco después daba con ella en sus propios lares. Y tenía esos golpes de suerte que sólo le suceden a los buenos jugadores. Un día, de paseo con un fuereño que le preguntó dónde podrían hallar puntas de flecha indias, respondió: «En cualquier parte», en seguida se inclinó, y en ese mismo instante recogió una del suelo. En el monte Washington, en la Barranca de Tuckerman, Thoreau sufrió una caída peligrosa y se luxó un pie. Al momento de incorporarse, descubrió por primera vez las hojas del Arnica mollis.

Su firme sentido común, y el estar dotado de manos fuertes, percepciones agudas y férrea voluntad no son, sin em-bargo, suficientes para explicar la superioridad que irradió en su vida sencilla y apartada. Debo añadir el hecho esencial de que poseía una comprensión extraordinaria, propia de una rara casta de hombres, que le mostró el mundo material como un medio y un símbolo. Este don que, a veces, derrama sobre los poetas una luz casual e in-terrumpida, y sirve como ornato de sus obras, era en él una percepción insomne, una visión celestial que no des-obedecía, a pesar de cualquier defecto o escollo de temperamento que pudieran nublarla. En su juventud, un día dijo: «El otro mundo es todo mi arte; mis lápices no dibujarán otra cosa; mi navaja no tallará otra cosa; no lo em-pleo como un medio.» Esto era la musa y el genio que dominaba sus opiniones, conversaciones, estudios, trabajos y el curso de su vida. Esto lo convertía en un eficaz escrutador de los hombres. A primera vista medía a su com-pañero y, aunque insensible a algunos finos rasgos de cultura, sabía calcular con gran exactitud su peso y su calibre. Esto producía la impresión de genio que en ocasiones daba su conversación.

Con una sola mirada entendía cualquier asunto en cues-tión, y veía las limitaciones y la pobreza de sus interlocuto-res, de manera que nada parecía estar oculto a esos terribles ojos. Frecuentemente conocía a jóvenes de sensibilidad que en un momento se convencían de que aquel era el hombre que buscaban, el hombre de hombres, que sabría indicarles todo lo que debían hacer. El trato que Thoreau daba a sus seguidores nunca fue afectuoso, sino siempre altivo, didác-tico, despreciativo de sus costumbres mezquinas, conce-diéndoles muy lentamente, o quizá nunca, la promesa de su compañía en sus casas, o incluso en la propia. ¿No se dignaría pasear con ellos? No lo sabía. No existía nada tan importante para él como su paseo; no tenía paseos de sobra que pudiera desperdiciar en compañía de otros. Personas respetables sugerían hacerle visitas, pero él las declinaba. Sus admiradores ofrecían llevarlo con gastos pagados al río Yellowstone, a las Antillas Occidentales, a Sudamérica. Sin embargo, no podía haber nada más formal y ecuánime que sus negativas; recuerdan, en circunstancias totalmente dife-rentes, la respuesta del engreído Brummel al caballero que le brindó su carruaje en medio de un aguacero: «¿En qué viajará usted, entonces?» Y, ¡qué acusadores silencios, qué disertaciones —penetrantes e irresistibles, que derriba-ban todas las defensas— perduran en el recuerdo de sus compañeros!

El señor Thoreau consagró su genio con tan completo amor a los campos, montes y aguas de su pueblo natal, que los hizo famosos e interesantes para todos los lectores norteamericanos, y para muchas personas más allá del mar. El río en cuya ribera nació y murió le era conocido desde su inicio hasta su confluencia con el Merrimack. Ahí realizó observaciones durante muchos años y a todas horas del día y de la noche, en verano y en invierno. En sus experi-mentos privados, él había obtenido varios años antes el resultado del reciente estudio llevado a cabo por los Co-misarios de Aguas elegidos por el Estado de Massachusetts. Todo cuanto sucede en el lecho, en las orillas y en la atmósfera sobre el río; los peces, su desove y sus nidos, sus costumbres, su alimentación; los insectos alados que una vez al año invaden el aire al atardecer y son devorados por los peces con tal avidez que muchos de ellos mueren de indigestión; los montones cónicos de pequeñas piedras en los bancos de arena, los enormes nidos de pececillos, que a veces no caben en una carreta; los pájaros que frecuentan el río, la garza, el pato, la tadorna, el colimbo, el águila blanca; la culebra, la rata almizcleña, la nutria, la marmota y el zorro en las orillas; la tortuga, la rana, la rubeta y el grillo que llenan de voces las riberas; todos eran sus conocidos y, como quien dice, sus paisanos y semejantes, de modo que le parecía absurda o violenta la narración que se limitara a uno solo de ellos, por separado, y más aún si se pretendía reducirlo a una medida en pulgadas, a una muestra de esqueleto, o a ejemplar de ardilla o pájaro en al-cohol. Le gustaba hablar de las costumbres del río, como si fuese un ser vivo, pero con exactitud, y siempre con re-ferencia a un hecho observado. Como conocía el río, conocía las lagunas de esta región.

Thoreau
Una de las armas que esgrimía —para él más importante que el microscopio o el receptor de alcohol para otros in-vestigadores—, fue un capricho que arraigó en él por su condescendencia y que, sin embargo, aparecía incluso en su más serias afirmaciones: la costumbre de exaltar tanto a su pueblo como a su región como el centro más privile-giado para la observación de la naturaleza. Explicó que la flora de Massachusetts comprendía casi todas las plantas importantes de los Estados Unidos: la mayoría de los ro-bles, la mayoría de los sauces, los mejores pinos, el fres-no, el arce, el haya, el nogal. Devolvió el ejemplar de Via-je ártico, de [Elisha Kent] Kane, al amigo que se lo había prestado, con el comentario de que «la mayoría de los fe-nómenos naturales registrados aquí podrían observarse en Concord». Parecía envidiarle un poco al Polo sus co-incidentes salidas y puestas de sol, o sus cinco minutos de día después de seis meses de noche: un hecho esplén-dido que el [cerro] Annursnuc jamás le había concedido. Halló nieve roja en uno de sus paseos, y me dijo que to-davía esperaba hallar la victoria regia en Concord. Era el abogado de las plantas nativas, y admitía sentir preferen-cia por la maleza del lugar que por las plantas importa-das, lo mismo que por el indio sobre el hombre civilizado, y notó, con gusto, que los rodrigones de sauce en la casa vecina habían crecido más que los suyos.

     —Mira esta maleza —dijo—, que ha pasado por la guadaña de un millón de granjeros a lo largo de la primavera y durante todo el verano y, no obstante, persiste y ahora brota triunfante en todas las veredas, pasturas, campos de labranza y jardines, tal es su vigor. Las hemos insultado con nombres humillantes como Hierba de cerdo, Madera de gusano, Hierba de brote, Flor de sábado. —Y añadió—: También tienen nombre distinguidos: ambrosía, este-llaria, amelnanchier, amaranto, etcétera.

Creo que su afición a referirlo todo al meridiano de Concord no nacía de ignorancia, ni de menosprecio por otras longitudes y latitudes, sino que era más bien una forma retozona de expresar su firme convicción de que todos los lugares se parecían, y de que el mejor lugar para cada persona es justo allí donde se encuentra. En una ocasión lo ex-presó así: «Creo que nada puede esperarse de ti si el trozo de tierra bajo tus pies no te sabe más dulce que cualquier otro, de este mundo y de cualquier mundo».

Ralph Waldo Emerson
Relee la Primera parte
























Reflexiones sobre el arte y el artista

Por Cosme Álvarez 
(escritor mexicano)





Varezal
Los hechos —no las ideas— como torbellinos de fuego, envueltos en atmósferas abrasadoras; nada tibio, nada frío. Fuego, movimiento y, en ocasiones, oposición y combate. Mientras leo un libro escrito hace muchos años, me vienen a la mente las frases anteriores; busco seguirles la huella y, en el trayecto, surgen por sí mismos los destellos, las percepciones —más intuidas que sabidas— acerca de las posibilidades realmente creadoras del arte.

Pienso en lo que significa la comprensión del artista encarnada en los hechos, y me doy cuenta de que el arte siempre va más allá de los hechos. Ese ir más allá son llamas que ondulan, aguas que corren y siguen camino, donde nada puede estancarse, ni estar fijo. Las ideas, a galope en los hechos, han sido consubstanciales al destino del hombre, a la experiencia del espíritu humano en la tierra, y todavía hoy son idénticas al destino del mundo. ¿Qué ideas determinan ese destino? Las que confirman y se limitan a una época aislada. Es la comprensión de esas ideas, y de los hechos en los que cabalgan, la que rompe el cerco y modifica los destinos del hombre y del mundo.

La comprensión determina un nuevo destino, porque lleva en ella misma la substancia del ser, y, de un modo latente, la energía transformadora de la dinamita. No hay razón para construir sobre ruinas, se trata de limpiar todo el polvo anidado en el mundo y en el corazón del hombre. Las ideas, y aun los propios hechos que se dan como ciertos e irrefutables, son siempre equívocos, en tanto que están atados a la rueca de la interpretación.

Todo arte, todo orden como posibilidad artística y creadora, surgen de la comprensión espontánea, no son normas, y, en su carácter de estado del ser, son irrepetibles y pueden ser transmitidas por medio de una obra a través de llamas ondulantes que modifican un destino estancado en el hombre, dan o pueden dar cauce al destino del ser viviente y a la energía transformadora del ser mismo.

Robles
Las ideas carecen de un valor propio; son, por decirlo de algún modo, un esqueleto sin sangre, sin carne, sin músculos, ni latidos, ni ojos que miren. Para la comprensión del arte no sirve de mucho sumergirse en las ideas o en las opiniones del artista; si de verdad es un ser creador, que ha visto y dado orden a través de su obra, lo que habrá de llamarnos en silencio es la comprensión que ha tenido del mundo, del hombre, de toda idea, y de la estancia y la experiencia del espíritu humano en la tierra.

El gran tema del arte es el destino del hombre en el presente, no el destino como un porvenir, ni un llegar a ser, sino como plenitud del mundo viviente, donde las nociones psicológicas del ayer y del mañana pierden sentido en la existencia, donde no hay una promesa histórica hacia la cual ir. La historia de cada hombre, hoy, es la historia del hombre mañana.

Ni el arte, ni el artista por sí mismo descubren mundos nuevos; sólo hacen visible lo que siempre es nuevo en el mundo, no en mundos mejores, utópicos, imaginados, sino en este único mundo viviente y en movimiento en el que vivimos, el mismo viejo nuevo mundo de hace ocho mil años, de hace media hora y de ahora mismo. Por medio de la comprensión —activa, espontánea— contenida en la verdadera obra de arte, al hombre le resulta por fin inteligible la razón de ser del mundo y del destino (o estancia) del hombre mismo en la tierra; algo que probadamente no sucede por medio de las ideas, los hechos fijos, ni los aspectos formales del arte o de la ciencia.

Todo hombre lleva en sí la voz de la mirada que hace visible la esencia del ser en las acciones humanas. Les llamo artistas a aquellos que rompen el cerco de los hechos fijos, y dan orden y vida a la energía transformadora del ser por medio de la comprensión que los lleva a producir la obra de arte.

Óbal
En la falta de ese elemento radical se halla la pobreza y la falencia y la mentira de lo que galerías, editoriales y críticos de nuestro tiempo ciegamente califican como «arte contemporáneo», como si el propósito de fondo fuera alejar al hombre del mundo y de sí mismo. De ninguna de esas «obras» que ellos promueven se extrae una comprensión nueva, dinámica, ni plena. La pared está fija e inclinada hacia la nada. Será que a los mercaderes, y a los pontífices de las academias, el arte les resulta inaccesible, dinamitero, perturbador. El arte es un estado del ser que niegan, y el artista es el torbellino de fuego que expone al hombre a atmósferas abrasadoras para ver el mundo como es, siempre nuevo y viviente.

Tengo la impresión de que en nuestros días no hay muchos lectores diligentes, inquietos, exigentes, que sólo hay, por parte de los mercaderes, el estímulo hacia la nada y hacia la autocomplacencia del lector. Si el arte es una manifestación completa del espíritu, y, como tal, una unidad —llama que ondula y nunca está fija—, el hombre, que está contenido en lo que el arte expresa, es la materia (por llamarlo de algún modo), la única materia que puede penetrar en aquella unidad, no por medio de las ideas, ni por la idealización de mundos nuevos, sino a través de la comprensión que ha hecho visible la voz de la mirada por medio del artista. El arte, pues, es el hombre sumergiéndose en las aguas que corren y siguen camino. Desde ahí, la obra no se ve a la distancia, se vive.

Otros ensayos de Cosme Álvarez en La Guarida
Arte, inspiración y talento
El tiempo debe detenerse
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Fidelidad y memoria en la poesía de Harold Alvarado Tenorio

Por José Manuel Recillas 
(poeta mexicano)


En De los gozos del cuerpo (Mallorca, 2015), Harold Alvarado Tenorio da cuenta de una prolija y cultivada memoria, en diálogo con la tradición lírica de la que proviene y a la cual se debe, al mismo tiempo. Algo resulta claro de la lectura de estos gozos compartidos: no todos son placenteros, no todo resulta en felicidad o dicha, sino en palabra dicha, pronunciada a veces melancólicamente, con un cierto dejo cernudiano de insatisfacción. Una certeza de transitoriedad recorre las páginas de ese cuerpo vuelto palabra, expresión precisa de un instante, memoria de algo inaferrable pero vivo aún. La expresión verbal de Alvarado Tenorio es precisa, casi quirúrgica, y no le tiembla la mano para expresar dolor, desdén, ternura, o amargura, como ocurre en uno de los mejores poemas del libro, “Proverbios”.

Harold Alvarado Tenorio
En una primera lectura, los poemas del libro dan la sensación de una suerte de juego de tarjetas líricas en espera de un tablero para su posible orientación, como las que habría en una extensa biblioteca. Algo hay de aleatorio, lúdico, en su ordenación, algo que los vuelve como la vida misma, o más bien como el recuerdo de la vida, de lo vivido. Son fragmentos de algo que una vez le fue dispensado al poeta y ahora intenta apresar inútilmente. Esas tarjetas líricas señalan un origen laberíntico, caótico, azaroso, que no por nada rima con gozoso. Son las cenizas de un espejo, más vasto que la noche, que un día reflejaron el hic et nunc del poeta, lecturas, estancias, viajes, recuerdos, entrelazados por un hilo de palabras que apenas se pueden pronunciar. Son lo que queda de un itinerario.

El libro está precedido por cuatro epígrafes, los cuales expresan ese desasosiego tan característico del romanticismo, del cual somos, en mayor o menor medida, hijos y herederos. No sólo son la clave de lectura para entender el tono general del libro, el tono desencantado que lo recorre. Se trata de cuatro citas que expresan la soledad, el deseo de trascendencia, el deseo de que haya alguien escuchando, o leyendo, que escuche esas palabras. Pese a la eminente prosapia de los versos citados de Eliot y Novalis, son en realidad los otros dos, uno de Lennon & McCartney, que en este caso sería en realidad Paul McCartney y su célebre “Eleanor Rigby”, y una cuarteta de un oscuro poeta inglés, James Elroy Flecker, los que ofrecen la clave de lectura y tono del libro. Es en éste donde se encuentra una de las claves más importantes para entender el juego que Alvarado Tenorio quiere poner en juego con sus lectores, o acaso, con el único lector que le importa y cuyo nombre es impronunciable. Sólo por seguir el ludismo de Alvarado Tenorio, me pregunto por qué no citó esa otra cuarteta más célebre de Flecker:

We are the Pilgrims, master; we shall go
always a little further; it may be
beyond that last blue mountain barred with snow
across that angry or that glimmering sea.

Por supuesto, porque no expresa el sentimiento de vacío y de vana esperanza que completaría el guiño eliotiano de cuatro citas abierta por la del propio Eliot. Pero la pregunta real sobre el epígrafe usado por Alvarado Tenorio:

O friend unseen, unborn, unknown,
student of our sweet English tongue,
read out my words at night, alone:
I was a poet, I was young.

es, ¿de dónde proviene dicha referencia, y qué significa su presencia? No proviene de un libro del desconocido poeta inglés, a quien por lo demás nadie ha traducido al español, sino de una cita a pie de página en el ensayo “Nota sobre Walt Whitman”, de Jorge Luis Borges. Y no me parece casual que de allí la tome Alvarado Tenorio para, de alguna manera, crear los cuatro guardianes de su desasosiego lírico. No debe olvidar el lector que Harold Alvarado Tenorio es doctor en letras por la Universidad Complutense de Madrid con una tesis sobre Borges, y el creador de unos poemas apócrifos que aún hoy en día levantan ámpula en ciertos sectores literarios no sólo en su natal Colombia.

La importancia de dicho epígrafe radica, justamente, en este su contexto literario. Alvarado Tenorio recoge una cita sobre la posteridad en torno a un poeta mayor, Whitman, aceptando, nuevamente, el juego borgesiano de citas y laberintos en torno a la autoría de una idea no sobre quién es Whitman, sino sobre lo baladí de los temas a elegir para alcanzar la posteridad. Así, se puede afirmar que nuestro poeta, como Flecker, asume su condición de tributario secundario en el gran río de la literatura, al citarlo a él y no a Whitman, señalando con ello que los grandes cauces no existirían sin los afluentes que los alimentan. Es importante no perder de vista la frase con que Borges concluye esa reflexión: “Vasta e inhumana fue la tarea, pero no fue menor la victoria”. Este es el verdadero epígrafe del libro, este es el trabajo que el poeta espera de su lector, si de verdad va a serlo, si va a serle fiel hasta la última palabra.

Entendiendo en toda su amplitud el sentido de este modesto epígrafe, de un poeta inglés hoy casi olvidado, es que Harold Alvarado Tenorio invita al lector a recorrer su itinerario de viajero y lector a otros sólo nos ha tocado ser lectores, como en su momento hizo Cernuda, o más modestamente Kavafis. Dicho guiño borgesiano, viniendo de un experto en Borges tanto como en Eliot, no debe pasarse por alto en ningún momento. En ese grupo de versos ajenos, vueltos propios por el autor que los cita y ordena, tanto como en los poemas del libro que los contiene, se encuentra la divisa del lector y viajero, cuyos rescoldos se hallan regados como los restos de un naufragio sobre la arena, en las páginas de un libro que no da cuenta de la posteridad ni de la gloria sino apenas de esos instantes que le dan título al volumen, de los gozos del cuerpo, de ese parpadeo entre una hoja y otra de un libro, entre un dormir y su despertar, en esa vigilia en que transcurre la vida y se puede volver poesía, ese ángel terrible del que hablaba Rilke y en cuyo aleteo, jamás visto o descrito, se conjuga la vida y el destino humano. Pero me parece que su mayor apuesta en este último epígrafe se encuentra en la fuente de la que el poeta lo toma, es decir de una nota a pie de página, como si mientras Borges reflexionaba sobre Whitman por un instante le llegase el recuerdo de esos versos que alguna vez leyó y casi al desgaire los comparte con sus lectores. Pareciera que el poeta entiende que la vida y sus placeres son sólo eso finalmente, una pequeña nota al pie de página de una existencia, así de importantes y repentinos, así de efímeros. Algo que podría haber pasado por alto en el gran concierto de la vida, de sus triunfos, logros y conquistas. ¿No es eso lo que a final de cuentas nos cuenta Marguerite Yuorcenar sobre Adriano, no es ese fulgor diminuto el que quisiera aprisionar para la eternidad en vez de todos sus triunfos y logros?

Por eso Alvarado Tenorio puede decir:

Frente al blanco granito del obelisco
disperso las memorias de un ayer
cuando parecíamos felices.

Todo es evanescencia, la extensa ruta de un irlo perdiendo todo conforme se le va nombrando, o recordando. Es la constatación de una derrota.

Nada nos deja el tiempo.
Todas las vasijas son esferas,
cada evidencia nuevo círculo,
cada esquina un frecuente fracaso

La Historia la escriben los vencedores. La poesía, los derrotados. Eso lo supo Kavafis, y lo sabe Harold Alvarado Tenorio, cuando le hace escuchar a Melville las siguientes palabras:

Que la ira de los desposeídos te guíe.
Para acabar con el mal y el dolor,
para no contaminarse,
a las almas sensibles
sólo queda la pobreza y la miseria.

Alvarado Tenorio no canta la gloria de los poderosos, el eco de los triunfos ni el baño de oro de la posteridad. No sin un gesto de ironía, prefiere dirigir su mirada a lo que será olvidado, siguiendo a Pound y a Borges en “Fragmentos de un Evangelio apócrifo” (“el olvido es la única venganza y el único perdón”), escribe:

No pierdas el tiempo buscando la patria.
El dinero no la requiere y su lengua es usura.

La patria es el habla que heredaste
y las pobres historias que conserva.

Alvarado Tenorio parece apuntar una respuesta respecto a lo que le queda a esos desheredados, abandonados del curso de la Historia, para la cual sólo los grandes nombres tienen sentido. Podría decirse que la mirada del poeta toma una perspectiva casi sociológica, en el sentido de Norbert Elias, al mirar no hacia las habitaciones de los Luises, sus castillos, su sociedad perfectamente estructurada, sino hacia donde están los caballerangos, las cocineras, los valets y demás gente pequeña y sin nombre y sin cuya pasiva y silenciosa participación la gloria del Estado no habría sido posible.

Haber tratado con el vendedor
el hacedor de ropas el carnicero
el inventor el fabricante de herramientas
el que vende boletos a la entrada de los cines.
Saber que los gusanos esperan mi carne,
los hijos, mis riquezas.
Haber visto las anchas calles
soportado los inviernos
recogido los pasos y saber
que un inmenso deseo se despierta en mí
y crece hasta convertirse en olvido de tu persona.

Esa respuesta no es, nunca, en nuestro poeta, una aceptación absoluta, dolorosa, de lo que podría llamarse, desde otro ámbito, los poderes establecidos. La posición de Alvarado Tenorio es más simple, más empírica, menos teórica. Es la constatación de un mundo irrevocable al que no hay que darle nunca la espalda, por traicionero. Es por eso que en uno de sus momentos más líricamente elevados se da el lujo de, desde la tradición bíblica, ofrecer una ristra de consejos bajo la admonición de la sabiduría, en “Proverbios”:

No hables.
Mira cómo las cosas a tu alrededor se pudren.
Confía sólo en los niños y los animales
y de los ancianos aprende el miedo de haber vivido demasiado.
A tus contemporáneos pregunta sólo cosas prácticas
y comparte con ellos tus fracasos, tus enfermedades,
tus angustias, pero nunca tus éxitos.
De tus hermanos ama el que está lejos
y teme al que vive cerca.

Y como buen hijo del romanticismo que es, anunciado por el epígrafe de Novalis, Alvarado Tenorio declara a la poesía hija de la noche ¾en esto, no es distinto de casi ningún poeta del continente, con la excepción absoluta de Juan Bautista Villaseca¾ y puede, por ello afirmar:

Para ti, madre del dolor, sólo hay gloria y pesar,
el mediodía no está escrito en tus agendas.

Ninguna otra cosa eres, poesía,
que la más alta sima donde el loco,
los mortales,
los desheredados de la suerte y la fortuna,
encuentran cobijo.

Con Cernuda, Alvarado Tenorio comparte no sólo un lenguaje, una Erlebnis de corte romántica nacida de una orfandad universal, o baudelaireanamente, de una sed non satiata, sino también el hecho de vivir en un exilio quizá más duro que el español. Porque mientras aquél tiene que huir de su patria por la guerra civil, el exilio suyo es en patria propia. Y es cierto que Ernst Jünger creo el término de emigración interna para definir a aquellos escritores que permanecieron en Alemania debido a su renuencia a huir del régimen nazi, sin brindarle activamente su apoyo, como hizo Gottfried Benn, entre otros. Sobre ellos pesa aún la mancha de no haber salido del país como lo hicieron muchos otros, como Klaus Mann, quien le recriminase su decisión de quedarse. Pero el espíritu alemán, que suele entregarse a la soledad con estoica resistencia, como lo muestran los diarios de Jünger, el epistolario de Benn y sus notables poemas, no menos que gran parte de su literatura romántica, no es igual al más cálido espíritu latinoamericano, y en particular al caribeño de alguien como Alvarado Tenorio. El contexto nacional colombiano, lleno de mezquindad y mentira, de complicidad con el régimen criminal, recuerda, lejanamente, por supuesto, los casos de Benn y Jünger frente al régimen asesino de Hitler.

La erudita, elegante y aristocrática prosa de Jünger, molesta a no pocos, como si se elevase sobre la torpe materia humana, o la escritura cerebral de Benn, elevándose de las ruinas de una Alemania derrotada para volverse el poeta más importante de su país al que sólo la muerte impidió recibiese el premio Nobel de literatura, nos recuerdan cuán difícil es oponerse a la complicidad y a la mentira cuando estas son el pan cotidiano en un país podrido y corrompido hasta el tuétano, y el precio a pagar por ser fiel, como dijo Cernuda, a uno mismo y a unos pocos.

En tal contexto, la de Alvarado Tenorio es la voz de quien se opone a la mentira, al oprobio de los cómplices del poder y la sangre derramada. En su poesía hay un dolor que podría llamarse cósmico, tal como propugnaron los románticos, un risco desde donde la locura prepara el abismo, como lo supo Trakl en su último poema. Y aunque este orbe cultural está en la raíz de su poesía, o de sus búsquedas personales, él sabe que el romanticismo es un anacronismo en nuestros días, un fruto que ahora cultivan los aristócratas, por lo que, a los desheredados, a los siervos, sólo les queda no la autenticidad del buen gusto, sino otra cosa:

Nosotros, los siervos,
nos complacemos
en copiar.

De allí que las discusiones sobre aquellos poemas apócrifos de Borges que aun quitan el sueño y el aura de autoridad y prestigio defendidos como una virginidad indefendible para algunos sea un asunto de poca monta en este contexto. Y desde esa perspectiva pueda expresar, entonces,

Que el pasado caiga desde nosotros.

Que sea como un agua inútil
y además, como agua innecesaria.

Nuestro pasado vale tres cuartos.

Vale nada.



Harold Alvarado Tenorio nos entrega en De los gozos del cuerpo la bitácora de un viajero y lector de la realidad como quien nos legase el mapa de los viajes de Marco Polo, esperando que en su lectura y travesía se cumpla el destino de quien nació sin destino, pero destinado a tenerlo en los labios de otros.

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José Manuel Recillas

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